sábado, 10 de octubre de 2015

Paseando por el barrio de Medina Sidonia

Publicado por: Francisco Saro Gandarillas en Prensa-3, n° 8, 9,11 y 12, 1983-1984.

No hay duda de que el nombre de Medina Sidonia no ha tenido fortuna en el habla coloquial del melillense de  hoy. Y no porque el apellido no lo merezca, pues no en vano aquel duque famoso fue el impulsor de la conquista de Melilla hace ya una buena cantidad de años. Sin embargo, acostumbrado desde siempre a llamar Pueblo o Melilla la Vieja al recinto alto de la ciudad, el acuerdo del Ayuntamiento republicano de poner el nombre oficial de Medina-sidonia a éste ha quedado inoperante ante el hecho consumado de que la gente se guía más por lo tradicional que por lo oficial.
Tengo la impresión de que el cariñoso nombre de Pueblo dado por el común al barrio no se corresponde hoy día con un aprecio general por éste, quedando, en mi equivocada opinión, circunscrito a su apelativo vulgar sin que el interés pase más allá de este protocolo.

Melilla la Vieja
El barrio dormita solitario y olvidado, sumido en un olvido creciente, sujeto de una indiferencia que debía ser preocupante al traducirse en un abandono generalizado por parte de todos. Cada vez menor población y edificios en deterioro progresivo, tengo que pensar que su provenir no se presenta nada halagüeño si un milagro, o lo que es mejor, la voluntad expresa de la gente dispuesta a impedirlo no intervienen a tiempo a salvar un lugar tan recoleto y entrañable. 
Un paseo por el achacoso barrio es ejercicio saludabilísimo para la mente y para el cuerpo. Sumergirse en el espíritu cuasimediaval de sus vetustas ruas; recorrer con buscado paso cansino las antañosas murallas pisando adarves inexistentes; escuchar -el que sepa escuchar- las misteriosas psicofonías salidas de sus piedras venerables dejando volar la imaginación hacia el pretérito, son pruebas personales que puede hacerse consigo mismo para saber definitivamente si uno ha perdido toda la sensibilidad para apreciar el sabor del legado del pasado. 
Se puede comenzar a andar desde la Puerta de la Marina. Donde antaño varaban los faluchos hoy pueden aparcar los vehículos; en ambos casos, marca el momento en que es preciso conducirnos a nosotros mismos.


Puerta de la Marina 
La Puerta de la Marina es una entrada sobria para un barrio desprovisto de todo barroquismo, como corresponde a un lugar que sabe más de privaciones y necesidades que de abundancias, que no cuadran en un recinto hecho para defenderse de acosos, asedios y actos hostiles de los que no faltan en ninguno de los casi cuatrocientos años de apretada vida entre murallas. Esta puerta puede ser un buen punto de inicio para nuestra peregrinación por el Pueblo. Puerta de la Marina, que conservaba con apreciable detalle el espíritu de su construcción allá por 1796. Obra tardía heredera de aquella otra puerta, también llamada de la Marina, con su foso y su puente levadizo, para aislarla de los audaces y belicosos cabileños siempre con ganas de gresca. La puerta, hasta no hace muchos años quedaba oculta a los ojos del curioso por algunas desastradas edificaciones; flanqueada por el cuartel de la Compañ.la de Mar su perspectiva se difuminaba engullida por las construcciones aledañas Hoy, desembarazada de aquéllas, unos árboles frondosos, que alguna mente poco sensible mandó plantar, la ocultan a los ojos del público. 
Algo se ha mejorado con el cambio, pero personalmente opino -no sé si con razón- que los árboles pueden ser sustituidos con ventaja por pequeños arbustos en flor o en su defecto, por unos simples jardincitos, dejando libre la compacta estampa de la vieja puerta, antaño casi lamida por las olas que venían a morir a la playa al pie de las murallas, hoy separada del mar por unos cuantos metros de cemento, alquitrán y piedra. 
Punto crucial en la defensa de la plaza por ser lugar de esperado ataque enemigo, se encuentra flanqueada a su izquierda por el Torreón de la Cal que la defiende de un adversario inexistente, antaño insistente.

Desembarcadero de la Marina 
Su debilidad se acentuaba por el hecho de que los desembarcos de gente y material debían hacerse precisamente junto a la puerta, en el único y precario sucedáneo de puerto que entonces había y que mejor o peor conservado, más lo último que lo primero, permaneció a lo largo de algunos siglos. Otros desembarcaderos, como los de la Florentina y San Jorge, tuvieron vida más bien efímera, peligroso el uno, de roca bravía, cegado por las arenas el otro, invadido por la tenaz insistencia del Rio de Oro. 
Para defender punto tan importante de los fuegos inesperados del enemigo fronterizo, se construyó en 1793 la Batería de San Luís de la Marina; construcción tardía para una época en que el permanente asedio anterior comenzaba a ser sustituido por una hostilización discrecional, según el estado variable del humor cabileño. A la derecha, bajo el torreón de San Juan, el fuerte de San Antonio de la Marina; construcción más vieja y sin duda más inoperante, defendía el desembarco de hombres y bagajes de no sabemos bien que peligro; quizá protegía los que se hadan ocasionalmente por el desembarcadero de la Florentina. De ambos ya no queda nada, derribados a finales del pasado siglo, el uno para la construcción del muelle civil, el otro para la del muelle militar, y estos dos, a su vez, tapados al construirse más tarde los muelles actuales. De todas estas viejas piedras, sólo la Puerta de la Marina se levanta erguida a resguardo -por el momento- de la piqueta voraz.
La subida por la cuesta de la marina, hoy con escaleras, antaño rampa empedrada, es ciertamente penosa para quien ha perdido el hábito de las alturas, pero no lo suficiente para desdeñar visitas más frecuentes al barrio. A medida que, con pasos cortos y cansados, con la mirada fija en el suelo secular y secularizado, atravesamos el túnel de la Marina, nos vamos distanciando del siglo presente para penetrar en un mundo indefinido con matices extraídos de los siglos XVI al XVIII. Algunos de los disparates que se han hecho con varias edificaciones del pueblo no son suficientes para oscurecer la impresión que produce un conjunto urbano que conserva sin apenas variaciones la misma disposición en sus calles y casi los mismos nombres. Evidentemente no son los mismos edificios, pues éstos han ido cayendo en el transcurso de los años desplomados por la vejez, los terremotos o -timbre de gloria- las bombas enemigas. Sin embargo, los existentes en la actualidad podían ser, en su mayoría datados en los siglos anteriores pues conservan ese aspecto neutro que caracteriza siempre a las viviendas modestas a las que, con buen criterio, no se ha producido adaptar a los tiempos modernos. Algunos -qué duda cabe- no pueden negar su año de nacimiento; otros, los más, pueden datarse en cualquier época y momento. 
Desde la calle de la Maestranza, hoy mal llamada Plaza de los Aljibes, vacilamos sin saber si girar a la izquierda hacia el túnel de Santa Ana que nos llevará a lugares de más clara significación castrense o continuar a la derecha camino de la Melilla medieval. La duda se desvanece, pues el paseo tiene prioridades indiscutibles y en un orden lógico la secuencia debe de partir del más remoto pasado para llegar al más próximo presente. 
A la salida del túnel de la Marina nuestra atención se detiene en cuatro modestas puertas de madera que se destacan sobre la frontal pared de piedra de sillería. Son los -famosos aljibes, la más importante obra de ingeniería de la Melilla histórica, al menos en mi modesta opinión.
Aljibes de las Peñuelas 
Sobrecoge el ánimo asomarse al vado espacio interior de la gigantesca obra. Una prueba definitiva de los esfuerzos tiránicos de aquellos españoles -pocos- que, con más fe que medios, tuvieron que corregir las deficiencias de un clima y una naturaleza que dejó a Melilla escasa de lluvia y, como consecuencia, escasa de agua. Desde siempre la única fuente existente dentro de las murallas ha sido la de la plaza de Armas; hoy cegada, primitivo venero que en su día imaginamos debió llenar las resecas ánforas de los primeros fenicios llegados por estas tierras. Única fuente históricamente conocida, dio su escaso caudal hasta hace relativamente pocos años, conocida como la primera fuente del Bombillo. Los aljibes constituyen que es preciso ver para creerlo. ¿Cuántos son los melillenses que no han visto jamás esta sorprendente obra de ingeniería? No hay duda de que sus piedras fueron labradas por consumados maestros canteros, quizá llegados de Transmiera en las montañas santanderinas, canteros que se comunicaban entre ellos hablando un extraño argot llamado “Pantoja” para que nadie aprendiera sus particularísimos conocimientos sobre la piedra. ¿De dónde trajeron la piedra? En ella dejaron sus extraños símbolos, pues percibían una cantidad por piedra labrada; al estar cada piedra señalada con el emblema personal de su autor no habla más que contar las piedras y multiplicar por la cantidad pactada. Junto a estos raros signos se ven las huellas dejadas por las bombas caldas durante el sitio de 1774, bombas que apenas han arañado el compacto muro conservado hasta hoy en buenas condiciones. Una señal dejada por la antigua rampa de subida a la plaza nos indica que no hay obra grandiosa que no sea perecedera si el hombre está dispuesto a destruirla. 
A la espalda, la vieja Maestranza de Ingenieros, hoy cuartel de la compañía del Mar, aparentemente embutida en la muralla. Dentro de sus locales se maduraron y proyectaron casi todas las obras hechas en Melilla en los dos siglos anteriores al nuestro, sobre todo, desde la creación de las juntas municipales y de arbitrios, ya en pleno siglo XIX; en aquellos embriones de ayuntamiento el Comandante de Ingenieros era por disposición reglamentaria arquitecto municipal. Don Francisco Roldán, Don Aurelio Alcón y don Eligio Souza fueron algunos de aquellos -hoy anónimos- ingenieros que con su ya olvidada labor contribuyeron al progreso de la Melilla finisecular. Alguien y algún día, habrá que sacar del olvido el trabajo de estos ingenieros militares que, sin más satisfacción que el deber cumplido, dejaron huella permanente en algunas de las obras que aún, un siglo más tarde, perduran en Melilla. 
La subida por la Maestranza y a continuación por la cuesta de Peñuelas, frente a los antiguos depósitos de víveres, sigue siendo ciertamente penosa para quien haya perdido la agilidad de los años jóvenes, pero el placer de rememorar la vieja Melilla compensa con creces el sufrimiento de la premiosa escalada.
Parafraseando al poeta medieval: “¿de aquellos sólidos depósitos de víveres, qué se fizo?”. Hoy cuartelillo de la Compañía del Mar también, un viejo general, poco dado a la conversación de reliquias del pasado, levantó sobre ellos lo que sería el pretencioso teatro Alcántara. Hoy, con el renovado gusto por las venerables “piedras viejas”, en pleno “revival” neorromántico, se nos ocurre pensar que la idea no fue buena, deplorando que los antiguos almacenes no se hayan conservado tal y como los construyeron nuestros ancestros hace más de dos siglos. Pero cómo se suele decir “alguien vendrá que bueno te hará”, casi echamos de menos al antiguo teatro pensando en la reforma sufrida por el caserón decimonónico para ser metamorfoseada en actual vivienda del Capitán General, edificio fuera de lugar, enorme dado blancuzco que destroza sin compasión toda la equilibrada perspectiva de Melilla la Vieja. ¿Tiene arreglo tamaño desaguisado? Algún intento ha habido de solucionar el entuerto; pero me temo que sin consecuencias apreciables. 
Cuesta de Peñuelas. ¿Por qué Peñuelas? No he podido saber el origen de este nombre que, por cierto, se repite en otras ciudades españolas; pero cuyo significado se escapa a mi tal vez corto entender. La última parte de la cuesta, dejando a la derecha el callejón del Moro, se ha convertido en escaleras, obra más bien moderna, pues de siempre la cuesta fue siempre cuesta. Las escaleras han cortado por la mitad la pendiente que otrora terminaba enlazando con la calle de San Miguel. Con ella entramos en la Plaza de los Aljibes auténtica.
Calle de San Miguel 
La calle de San Miguel es la más característica del Pueblo; constituye lo que en los pueblos castellanos se llama calle Mayor. Arteria principal de la heterodoxa red viaria de Melilla la Vieja, conserva el mismo carácter medieval que el resto de sus calles, sin que parezca haberle afectado demasiado los sucesivos intentos de alineación que se han sucedido a lo largo de su historia. Hoy parece que se vuelve a intentar y probablemente sin éxito lo que no debe ser motivo alguno de desánimo, pues todo el Pueblo con su anárquica construcción arterial conserva un inequívoco estilo que nos aleja en el tiempo hasta donde queramos. La calle de San Miguel, como las demás, sólo se ha movido en altura y no con exceso; en anchura, apenas ha variado. Hace un centenar de años casi todos sus edificios eran de planta baja, achaparrados; por supuesto no por voluntad del vecindario que malvivía apretado en un recinto insuficiente, sino por esa lógica maldición de las necesidades militares que obligaba lo mismo a hombres que a edificios a vivir cuerpo a tierra, sin dejar que el propio instinto de supervivencia marcara las alturas.
En el momento en que el campo exterior quedó asegurado tras la campaña de Margallo, los edificios comenzaron a crecer, con timidez unos, con altivez otros; pero siempre sin exagerar, sin perder la compostura, sin alterar su esencia tradicional. La calle se conserva, pues, casi inalterable desde los tiempos más lejanos, gracias a que sus moradores no se anduvieron con sutilezas urbanísticas más propias de tiempos actuales; bástate tuvieron con sobrevivir a los malos tiempos que fueron casi todos. 
El nombre de la calle parece provenir de una antigua ermita dedicada a San Miguel, ermita cuya localización no está bien delimitada, si bien en un plano de finales del siglo XVII parece indicar que se encontraba a la derecha de la calle en lo que hoy es -sic transit gloriae mundi- aparcamiento de vehículos en un recinto en el que estos artefactos resultan anacrónicos. 
No toda la calle estuvo constituida de viviendas en todo tiempo. Algunos huertos se conservaron hasta época tan próxima como 1870 en la que la Comandancia de Ingenieros aún conservaba un pequeño huertecillo desaparecido poco tiempo después sustituido por una vivienda. Otros huertos de la plaza fueron desapareciendo a medida que el siglo fue avanzando y la población en progresivo aumento. 
Aún cuando no dispongo de datos suficientes para aclarar esta cuestión tengo que suponer que, a juzgar por lo que fue desde mediados del siglo XIX, anteriormente a estas fechas la calle debió ser punto principal del comercio y centro vital de relación ciudadana. Todo ello, ni que decir tiene, dentro de la modestia previsible en una plaza de escasa entidad donde antes de 1860 no podemos imaginar que la vida tuviera grandes alicientes. El Conde de Gimeno, quien vivió en Melilla en 1855 con su padre, militar de la guarnición, la calificaba de “monótona y aburrida”, sin apenas más distracciones que el movimiento de presidiarios, la instrucción de los soldados en la Plaza de los Aljibes y el paseo cotidiano por la calle de San Miguel. Sabemos que esta calle era lugar de paso obligado de las procesiones religiosas, no escasas, y paseo tradicional de todos los parroquianos tras la misa del mediodía de domingos y festivos en la Iglesia de la Concepción. 
Por aquellas fechas -mediados de siglo- se abre en la calle de San Miguel la tahona de Fernando y Amalio Valderrama, que sin duda debió ser de las primeras industrias establecidas en Melilla; con ella se rompía el monopolio de la confección de pan a cargo de Administración Milita. No muchos años más tarde abrirla su almacén de artículos variopintos José Salama quien iniciaba así su ascendente marcha hacia la primada en los negocios de Melilla. 
El estirón definitivo se da después de la guerra de Margallo, en 1893. La calle se convierte en escasos días en un auténtico centro comercial de primer orden de la plaza, sin olvidarnos de lo que era posible en una ciudad de apenas cinco mil habitantes. 
En la calle se establece la sastrería de los hermanos Sánchez -en el número 11-, la confitería de Diego Moyana, en la popularmente llamada Casa de la Palma por una palmera que tenía en su trasera, casa muy antigua que se hundió de puro vieja en 1928; también la confitería de Ruiz abrió sus puertas, hasta que años más tarde pasó a la entrada del Parque Hernández; el importante establecimiento de David J. Melul, la Estrella Oriental, donde era difícil no encontrar lo que se buscaba, y que desapareció como tantos otros en 1909 como consecuencia de la expansión urbana; el de tejido de su tío, Salomón Melul, la fotografía de la Viuda de Aguilera, junto a la farmacia militar, cerca ya del arco que da a la Iglesia, en donde se hacían retratos “aunque lloviera o hiciera viento”; la farmacia civil de los Navarrete, en el número 9, y, en fin, tantos otros establecimientos que conjuntamente con los anteriores debieron dar a la calle una impronta característica en rudo contraste con el silencio actual y, lo que es peor con el abandono que una desdichada vuelta de espaldas a la vieja Melilla está condiciendo a ésta a un punto de no retorno en el que las dificultades de su recuperación harán invisible cualquier intento de resucitar lo que -hoy- está clínicamente muerto o, al menos, siendo optimistas, en los tramos finales de su agonía.
Desde que la inevitable expansión de Melilla hacia el campo exterior obligó al comercio a desplazarse, vía Mantelete, hacia los nuevos puntos neurálgicos de la actividad ciudadana, la calle de San Miguel inicia un declive comercial y social que paulatinamente la fueron sumergiendo en el sopor clásico de las calles reducidas a simples viviendas. Sin embargo ello no le hizo perder su sabor tradicional que ha conservado casi hasta nuestros días en que su desmoronamiento progresivo, ya en gran parte convertida en solar baldío, la ha transformado hasta resultar irreconocible. Sus escasos habitantes se pliegan ante lo inevitable con ese fatalismo triste de quien le falta prepotencia personal para oponerse al destino; la humildad de sus vecinos, faltos de apoyo del gran público ajeno a la tragedia parece predestinar a la calle de San Miguel a una desaparición definitiva tras quinientos años de vida honorable. ¡Ojalá el destino de Melilla no vaya ligado al del Pueblo!.

Calle de la Soledad 
Nuestros pasos pausados nos llevan con atracción muy explicable hacia le recoleta calle de la Soledad desde la entrañable plazuela del Veedor. Calle corta pero sabrosa, de nombre exacto, ajustado; donde si uno escucha con atención concentrada pueden oírse psicofonías lejanas de ruidos de espadas que entrechocan, de juramentos ahogados y ayes lastimeros, invisible retablo de duelos nocturnos que no debieron ser raros en la Melilla de los Austria, entre una guarnición corroída por la miseria y el abandono secular, prestos sus integrantes a saltar en defensa de su honor por cualquier minucia.
La corta dimensión de la calle la ha conservado hasta hoy en no malas condiciones no sabemos por cuánto tiempo. Fue siempre lugar de población escasa, apenas turbada por lo mercantil. Solamente, que yo sepa, hubo en el número 1, allá por 1880, un café, el café de Moyano, de no larga vida al transformar D. Diego el negocio en confitería traspasándolo al número 24 de San Miguel.
La calle de la Soledad es paso obligado, por su atracción particular y por ser atajo, hacia la Plaza de la Parada. Por ella pasamos desde la Melilla encerrada en sí misma a la Melilla que asoma al mar. La Plaza de la Parada es el balcón de la Melilla centenaria al mar Mediterráneo. Balcón amplio que se prolonga a ambos lados hacia el faro y hacia el inacabado Torreón de las cabras abarcando vistas extensas que abren en abanico toda la amplia perspectiva marítima desde el cabo de Tres Forcas a Ras Quiviana, e incluso en días despejados hasta Ras Quebdarta (cabo de Agua). Aunque sólo sea para solazarse en la tranquila noche del Pueblo, la visión nocturna del puerto desde tan excepcional mirador merece un paseo ocasional del que nadie sale defraudado.

Plaza de la Parada
El nombre de Parada nos remonta épocas apartadas varios siglos de nosotros y nos indica que allí debían hacerse las formaciones militares habituales de honores y revistas, hasta que años más tarde pasaron a celebrarse en la plaza de los Aljibes mejorando el marco del acontecimiento militar. 
La plaza de la Parada se cierra a espaldas del frente marítimo con una serie de edificios entre los que sobresale el singular edificio del Hospital Real complementado, en el centro, por la casa de Ferrer y. cerrándose, en el inicio de la bajada de la Florentina, con unas viviendas' de porte indefinido. 
La casa de Ferrer, enorme, desproporcionada con el entorno arquitectónico, constituye, con algunos otros edificios del Pueblo, una prueba de que los excesos en altura no han beneficiado en nada al compacto urbanismo del recinto. Levantada a finales del siglo pasado por Manuel Ferrer Torán, de quien ya dimos alguna referencia en reseñas anteriores, en mi opinión le sobran algunos metros de altura, contrastando en demasía con los edificios adyacentes. Atalaya sobre atalaya natural del promontorio, su exagerada mole destruye la perspectiva global de la ciudadela, obsesionando al navegante ocasional que desde los confines del mar se va acercando a nuestra ciudad. 
Antes de su construcción, los edificios, pobres, de ese lugar apenas se atrevían a despegar del suelo desde mediados del siglo pasado, casas y barracas se amontonaban en la Plaza acogiendo a una población en alza, lenta pero constante, que debla alojarse en un recinto donde las necesidades militares impedían levantar edificios de más de una planta. Cuando cambian las circunstancias y ya no es necesaria tanta precaución, Melilla la Vieja se salpica de edificios de tres plantas, gigantescos, arrogantes; pero todos ellos fuera de sitio. Entre ellos el de Ferrer, en su base, dando a la calle de San Antón, se reabre el popular café de Ferrer;  trasplantado desde su anterior emplazamiento en la calle de San Miguel. Los parroquianos habituales desplazan el centro de gravedad de la chismorrería local hacia este punto, preferido, sobre todo, de los hijos de Melilla, pues no en vano la familia Ferrer era de las más antiguas de la ciudad, registrándose la llegada de Manuel en 1858. Habiendo transcurrido cuatro o cinco generaciones, ellos si pueden llamarse “de Melilla de toda la vida”, frase habitual en esta ciudad pero ciertamente falsa, pues solamente unas pocas familias, que puedan contarse con los dedos de una mano, se han conservado en línea directa paterna y materna hasta hoy. El resto, de las Campañas hacia acá. 
A la izquierda de la casa de Ferrer, salvando la entrada de la calle de San Antón, 1-a plaza se cierra con unas anónimas viviendas descaracterizadas y, por ello precisamente, idóneas para el recinto. Antes fueron dependencias militares, y en la que hace esquina con la bajada de la Florentina, estaba uno de los dos palomares militares que hubo a principios de siglo y que tan destacada actuación tuvieron durante la campaña de 1909.

Hospital Real
El Hospital Real, edificio que cierra al otro lado de la Plaza el ángulo nordeste del barrio, es, por  su historia y su notable construcción, elemento destacado dentro de los edificios que componen la piña urbana de Melilla la Vieja, aunque su gran deterioro actual no haga sospechar tal circunstancia. Sucesor de los primitivos hospitales de las calles de la Concepción y de la Iglesia, comenzó a prestar sus servicios durante la campaña de 1774-5, servicios ininterrumpidos hasta el final de las campañas últimas en Marruecos. El tiempo inmisericorde y el abandono oficial han hecho que se encuentre en un penoso estado de conservación sin haberle sabido dar el empleo necesario para su permanencia en activo, aún cuando sus características interiores le hacen apto para diversas utilizaciones. Al parecer, la buena voluntad y el esfuerzo coordinado y combinado de las actuales fuerzas locales culturales (Delegación de Cultura, Ayuntamiento, MOPU) van a intentar salvar de la piqueta a tan entrañable edificio. Una vez salvado, habrá que darle una aplicación y, en ese caso, habrá también que vencer la incomprensible pereza de sus posibles usuarios. Pereza y desidia se combinan al unisonó en esta Melilla de nuestros días, para que el Pueblo esté muy falto de visitantes “recomendables” y de gente dispuesta a revitalizar el auténtico corazón pulsante de nuestra ciudad, donde, queramos o no, se mantiene, hoy casi apagado, el fuego sagrado del melillismo militante. Fuera de aquí, pura supervivencia material. 
Si como edificio el viejo hospital merece ser recuperado, como hospital en funciones no mereció siempre los plácemes de sus presumibles usuarios. La serie de lamentos suspirando por un hospital en mejore condiciones que el Real, se alarga hacia atrás en el tiempo hasta más de un siglo. Usado indistintamente para personal militar y civil sin distinción de personas, oficios o cargos, su promiscuidad heterogénea hizo suspirar año tras año por un auténtico y autónomo hospital civil, idea largamente acariciada pero nunca llevada a cabo. 
A principios de este siglo era drásticamente rechazado por la colectividad local que no podía pagarse una atención médica a domicilio, y considerado por todos como símbolo, lóbrego, sucio, húmedo, arcaico, pestilente e insuficiente, entre otras lindezas. Pero no hubo otra alternativa hasta la puesta en función del hospital de la Cruz Roja, ya iniciada la campaña de 1921, hospital que, como el Real, también ha hecho correr largos ríos de palabras y letras impresas. El hospital siguió cogiendo a personas de toda condición, especialmente, soldados y menesterosos, con sus salas repletas de enfermos infecciosos, palúdicos y venéreos, tres tipos de enfermedad extendidas profusamente por la localidad. No rara vez hacían uso de sus instalaciones algunos cabileños cercanos, gracias a la generosidad de las autoridades de la Plaza; tanta atención por parte de nuestras autoridades locales no impedían que una vez vueltos a su cabila volvieran su fusil contra quienes les habían favorecido con su amabilidad y atención. Entre los alojados en él estuvieron el Cabo Moreno, fallecido a pesar del interés de los médicos, y el célebre Schaldy, más tarde furibundo enemigo de los españoles como lo habla sido anteriormente durante la guerra de Margallo. En esta época prestaba sus servicios, como médico del hospital el entonces Teniente médico Mariano Gómez-Ulla, célebre años más tarde por sus intervenciones en las campañas, lo mismo que lo fueron los médicos Bastos Noguera y Pagés. Hoy, el hospital está silencioso a la espera de ser salvado por el espíritu generoso de quienes están convencidos de que con su restauración se salva algo fundamental en el patrimonio histórico de la ciudad. 
Bajo el viejo hospital se encuentran las cuevas del Hoyo de la Cárcel, usadas doscientos años ha como polvorín, y almacén del hospital. El nombre de Hoyo de la Cárcel debe referirse a alguna de las no raras explosiones que tuvieron lugar en su tiempo cuando en la zona se almacenaban pólvoras, de las que se sabe producían enormes daños en la fortificación. 
Desde el mismo hospital se accede, por una galeria quizá resto, a su vez, de viejas explosiones, hasta la puerta del Socorro, tapiada desde 1874, cuya puerta al mar embravecido; hoy sus servicios son inútiles, otrora, sin embargo, muy necesarios.
Por ella se entraba a la ciudadela cuando la hostilidad furiosa de los fronterizos impedían el normal desembarcar por la playa de la Marina. Sin duda la recuperación de esta zona irá también unida a la del Hospital Real.
Bajo la Plaza de la Parada, insospechadamente, se conservan las cuevas del General, perforadas lo mismo que las del Hoyo de la cárcel y bajada del Socorro, a finales del siglo XVII, sirviendo en sus inicios para alojamiento seguro del Jefe de la guarnición y sucesivamente almacén de efectos, pólvoras y subsistencias; sin perder su carácter permanente de refugio protector del personal no combatiente durante los sitios, fuera de la mirada atenta del insistente enemigo ocasional y de sus fuegos de cañón. Estas cuevas de la Parada se han habilitado hoy, con muy buen criterio, para sede de un organismo recreativo, ejemplo que pudiera seguirse con otros lugares del viejo recinto, dándoles una utilidad y contribuyendo así a su conservación. 
No sabemos desde cuando conservan las murallas y torreones frente a la Parada su fisonomía actual. Parece evidente que han debido sufrir modificaciones a lo largo de los años. Si sabemos que a mediados del siglo XVI aún no estaban terminadas las murallas; más tarde el tiempo, las explosiones y los terremotos han obligado a construir y reconstruir varias veces torreones y lienzos, sin que este continuo caer y levantar hayan, sin embargo, desfigurado su imponente aspecto medieval.

Torreón del Bonete 
El Torreón del Bonete o del faro desapareció de una explosión acaecida en 1728, repetida en 1752; tras esta última fue reconstruido en forma diferente a las anteriores. En él se halla situado el faro de Melilla sobre el mismo lugar en que, a mediados del siglo pasado, se situaba el vigía de mar encargado de avisar la llegada de los barcos, especialmente del correo, único e intermitente cordón umbilical que entonces unía Melilla con la Península. El síndrome del correo es descrito por varios de los antiguos vecinos de la plaza, para quienes la sensación de aislamiento producía verdaderas distonías neurovegetativas entre la población, por lo que la llegada de correo, el viejo vapor renqueante, producía auténticas explosiones de júbilo popular. No olvidemos que en aquella época el barco arribaba a Melilla cada quince días. El vigía avistaba pacientemente el horizonte con su anteojo con el objeto de avisar con tiempo la fausta noticia, y todo el personal, autoridades en cabeza, estuviera dispuesto en el puerto para la recepción; desde entonces se ha conservado el nombre de “anteojillo” para la zona inmediata al faro, ya solamente en boca de algunos, pocos, veteranos de la ciudad. Podemos imaginarnos a los taciturnos y recelosos habitantes de la Melilla decimonónica sin otra diversión local, fuera de las fiestas de septiembre, que la llegada por mar de las noticias traídas por el “Espartano” o el “Barcino”. Sin remontarse a tan lejos tiempo, el popular P. Pillo -José Ferín- ripiaba humorísticamente en 1918: 
¿”Monte Toro” dónde estás,
dónde estás vapor correo
que aunque miro más y más
hacia el cabo no te veo?

El espectáculo de la llegada de los barcos formaba parte de la tradición local y no ha terminado aún.
El faro actual data, en su estructura, de 1918, año en que sustituyó al anterior: una simple torrecilla de sección cuadrada que sostenía una farola de apenas doce millas de alcance. Pero al menos es eléctrica, pues anteriormente se empleaban farolas de petróleo que debían ser permanentemente vigiladas por un propio, generalmente un confiado. Más de una vez, y debido al descuido de éste, el faro quedaba apagado con gran desesperación del viejo lobo del mar D. Onofre Bachs, capitán del “Sevilla”, quien desde 1889 a 1912 hizo la travesía Málaga - Melilla ininterrumpidamente. 
Junto al Torreón del Faro se halla el del Bonete Chico y a continuación el de la Parada, que en otros tiempos se llamó “de las Pelotas” o “de En medio” Sobre él, un viejo obús al parecer de los encontrados enterrado en el terreno que hoy ocupa el hospital del Rey, trozo de hierro apagado, mudo, inmóvil, símbolo inerte de una voluntad de permanencia sobre el recinto centenario.
Pasado el torreoncillo de Bernal Francés, llegamos al Torreón de las Cabras, o de las Cabrias como quizá acertadamente le llama Roddguez Puget. El torreón se ha quedado encogido, enano, sin fuerzas para levantarse hasta donde orgullosamente se erigía su predecesor del mismo nombre, venido abajo estrepitosamente sobre su panza hueca un día de San Silvestre de 1927, sentenciado desde años antes por su deteriorada estructura. Demolido definitivamente lo que quedaba de la poderosa mole anterior, permaneció inexistente hasta hace unos pocos años en que almas sensibles comenzaron su reconstrucción, con tan escasos recursos, que la obra se quedó a medio hacer. Su raquitismo, en mi opinión, desluce y empobrece un conjunto que con este remate finalizado quedada grandioso. Es de esperar que algún día alguna autoridad local detenga su atención en él, y disponga los medios para su ascensión hasta el lugar que nuestros predecesores le destinaron un día.

Torreón de las Cabras
El Torreón de las Cabras y sus cercanías era lugar de paseo vespertino y de festejos en le Melilla del siglo pasado, donde, a pesar de su superficie reducida, la gente acudía bullanguera a la llamada de la fiesta, no despreciando la ocasión de cambiar, aún por unas pocas horas, la vida monótona y reiterativa de una población con muy escasos alicientes bajo el prisma de la diversión y el holgorio. Misa y procesión matutinas, paseo vespertino por el campo exterior y verbena a la caída de la tarde en el torreón de las cabras formaban la trilogía de las fiestas de septiembre. La costumbre no desapareció con el traspaso al llano de Santiago del centro neurálgico ciudadano en los primeros años del siglo, si bien es verdad que poco a poco fue perdiendo su importancia traspasando su función a la plaza de la Constitución o de los Aljibes.

El viejo y nuevo torreón, donde desde antiguo mostraban sus bocas amenazadoras los cañones de la batería asomada al llano y a la playa, permanece hoy disminuido y silencioso. Mucho tiempo a que desaparecieron las músicas de la guarnición, los farolillos de colores temblorosos por el levante, y las risas espontáneas de las mozas de falda larga y escarpín brillante, trocadas en silencios apenas turbados por voces destempladas por humos sospechosos. ¿Volverá a ser algún día centro de peregrinación de gentes reverentes, vueltas de nuevo al verdadero ser de Melilla? Me temo que no hay lugar para los milagros entre seres que, olvidadas de los auténticos. Mira su propio ombligo sin prestar atención a lo que debe permanecer por encima de cualquier otra consideración y circunstancia: la raíz, el fundamento, el corazón pulsante de la Melilla centenaria, por mil razones superiores en valor histórico y belleza a la Melilla moderna, el barrio de Medina Sidonia.

1 comentario:

Leo dijo...

Tengo que decir, que me encanta este blog. Es algo, que tengo que leer poquito a poco. Pero felicito, al creador de el. Un saludo de una melillensa. Leo