Publicado por: Francisco Saro Gandarillas en Prensa-3,
n° 8, 9,11 y 12, 1983-1984.
No hay duda de que el nombre de Medina Sidonia no ha
tenido fortuna en el habla coloquial del melillense de hoy. Y no porque el apellido no lo merezca,
pues no en vano aquel duque famoso fue el impulsor de la conquista de Melilla
hace ya una buena cantidad de años. Sin embargo, acostumbrado desde siempre a
llamar Pueblo o Melilla la Vieja al recinto alto de la ciudad, el acuerdo del Ayuntamiento
republicano de poner el nombre oficial de Medina-sidonia a éste ha quedado
inoperante ante el hecho consumado de que la gente se guía más por lo
tradicional que por lo oficial.
Tengo la impresión de que el cariñoso nombre de
Pueblo dado por el común al barrio no se corresponde hoy día con un aprecio
general por éste, quedando, en mi equivocada opinión, circunscrito a su
apelativo vulgar sin que el interés pase más allá de este protocolo.
Melilla
la Vieja
El barrio dormita solitario y olvidado, sumido en un
olvido creciente, sujeto de una indiferencia que debía ser preocupante al
traducirse en un abandono generalizado por parte de todos. Cada vez menor
población y edificios en deterioro progresivo, tengo que pensar que su provenir
no se presenta nada halagüeño si un milagro, o lo que es mejor, la voluntad
expresa de la gente dispuesta a impedirlo no intervienen a tiempo a salvar un
lugar tan recoleto y entrañable.
Un paseo por el achacoso barrio es ejercicio
saludabilísimo para la mente y para el cuerpo. Sumergirse en el espíritu
cuasimediaval de sus vetustas ruas; recorrer con buscado paso cansino las
antañosas murallas pisando adarves inexistentes; escuchar -el que sepa escuchar-
las misteriosas psicofonías salidas de sus piedras venerables dejando volar la
imaginación hacia el pretérito, son pruebas personales que puede hacerse consigo
mismo para saber definitivamente si uno ha perdido toda la sensibilidad para
apreciar el sabor del legado del pasado.
Se puede comenzar a andar desde la Puerta de la Marina. Donde antaño
varaban los faluchos hoy pueden aparcar los vehículos; en ambos casos, marca el
momento en que es preciso conducirnos a nosotros mismos.
Puerta
de la Marina
Algo se ha mejorado con el cambio, pero
personalmente opino -no sé si con razón- que los árboles pueden ser sustituidos
con ventaja por pequeños arbustos en flor o en su defecto, por unos simples jardincitos,
dejando libre la compacta estampa de la vieja puerta, antaño casi lamida por
las olas que venían a morir a la playa al pie de las murallas, hoy separada del
mar por unos cuantos metros de cemento, alquitrán y piedra.
Punto crucial en la defensa de la plaza por ser
lugar de esperado ataque enemigo, se encuentra flanqueada a su izquierda por el
Torreón de la Cal
que la defiende de un adversario inexistente, antaño insistente.
Desembarcadero
de la Marina
Su debilidad se acentuaba por el hecho de que los
desembarcos de gente y material debían hacerse precisamente junto a la puerta,
en el único y precario sucedáneo de puerto que entonces había y que mejor o peor
conservado, más lo último que lo primero, permaneció a lo largo de algunos
siglos. Otros desembarcaderos, como los de la Florentina y San Jorge,
tuvieron vida más bien efímera, peligroso el uno, de roca bravía, cegado por
las arenas el otro, invadido por la tenaz insistencia del Rio de Oro.
Para defender punto tan importante de los fuegos
inesperados del enemigo fronterizo, se construyó en 1793 la Batería de San Luís de la Marina ; construcción tardía
para una época en que el permanente asedio anterior comenzaba a ser sustituido
por una hostilización discrecional, según el estado variable del humor
cabileño. A la derecha, bajo el torreón de San Juan, el fuerte de San Antonio
de la Marina ; construcción
más vieja y sin duda más inoperante, defendía el desembarco de hombres y
bagajes de no sabemos bien que peligro; quizá protegía los que se hadan
ocasionalmente por el desembarcadero de la Florentina. De
ambos ya no queda nada, derribados a finales del pasado siglo, el uno para la
construcción del muelle civil, el otro para la del muelle militar, y estos dos,
a su vez, tapados al construirse más tarde los muelles actuales. De todas estas
viejas piedras, sólo la Puerta
de la Marina
se levanta erguida a resguardo -por el momento- de la piqueta voraz.
La subida por la cuesta de la marina, hoy con
escaleras, antaño rampa empedrada, es ciertamente penosa para quien ha perdido
el hábito de las alturas, pero no lo suficiente para desdeñar visitas más
frecuentes al barrio. A medida que, con pasos cortos y cansados, con la mirada
fija en el suelo secular y secularizado, atravesamos el túnel de la Marina , nos vamos
distanciando del siglo presente para penetrar en un mundo indefinido con
matices extraídos de los siglos XVI al XVIII. Algunos de los disparates que se
han hecho con varias edificaciones del pueblo no son suficientes para oscurecer
la impresión que produce un conjunto urbano que conserva sin apenas variaciones
la misma disposición en sus calles y casi los mismos nombres. Evidentemente no
son los mismos edificios, pues éstos han ido cayendo en el transcurso de los
años desplomados por la vejez, los terremotos o -timbre de gloria- las bombas
enemigas. Sin embargo, los existentes en la actualidad podían ser, en su mayoría
datados en los siglos anteriores pues conservan ese aspecto neutro que caracteriza
siempre a las viviendas modestas a las que, con buen criterio, no
se ha producido adaptar a los tiempos modernos. Algunos -qué duda cabe-
no pueden negar su año de nacimiento; otros, los más, pueden datarse en
cualquier época y momento.
Desde la calle de la Maestranza , hoy mal
llamada Plaza de los Aljibes, vacilamos sin saber si girar a la izquierda hacia
el túnel de Santa Ana que nos llevará a lugares de más clara significación
castrense o continuar a la derecha camino de la Melilla medieval. La duda
se desvanece, pues el paseo tiene prioridades indiscutibles y en un orden
lógico la secuencia debe de partir del más remoto pasado para llegar al más próximo
presente.
A la salida del túnel de la Marina nuestra atención se
detiene en cuatro modestas puertas de madera que se destacan sobre la frontal
pared de piedra de sillería. Son los -famosos aljibes, la más importante obra de
ingeniería de la Melilla
histórica, al menos en mi modesta opinión.
Aljibes
de las Peñuelas
Sobrecoge el ánimo asomarse al vado espacio interior
de la gigantesca obra. Una prueba definitiva de los esfuerzos tiránicos de
aquellos españoles -pocos- que, con más fe que medios, tuvieron que corregir
las deficiencias de un clima y una naturaleza que dejó a Melilla escasa de lluvia
y, como consecuencia, escasa de agua. Desde siempre la única fuente existente
dentro de las murallas ha sido la de la plaza de Armas; hoy cegada, primitivo
venero que en su día imaginamos debió llenar las resecas ánforas de los
primeros fenicios llegados por estas tierras. Única fuente históricamente
conocida, dio su escaso caudal hasta hace relativamente pocos años, conocida
como la primera fuente del Bombillo. Los aljibes constituyen que es preciso ver
para creerlo. ¿Cuántos son los melillenses que no han visto jamás esta
sorprendente obra de ingeniería? No hay duda de que sus piedras fueron labradas
por consumados maestros canteros, quizá llegados de Transmiera en las montañas
santanderinas, canteros que se comunicaban entre ellos hablando un extraño
argot llamado “Pantoja” para que
nadie aprendiera sus particularísimos conocimientos sobre la piedra. ¿De dónde
trajeron la piedra? En ella dejaron sus extraños símbolos, pues percibían una
cantidad por piedra labrada; al estar cada piedra señalada con el emblema
personal de su autor no habla más que contar las piedras y multiplicar por la
cantidad pactada. Junto a estos raros signos se ven las huellas dejadas por las
bombas caldas durante el sitio de 1774, bombas que apenas han arañado el
compacto muro conservado hasta hoy en buenas condiciones. Una señal dejada por
la antigua rampa de subida a la plaza nos indica que no hay obra grandiosa que
no sea perecedera si el hombre está dispuesto a destruirla.
A la espalda, la vieja Maestranza de Ingenieros, hoy
cuartel de la compañía del Mar, aparentemente embutida en la muralla. Dentro de
sus locales se maduraron y proyectaron casi todas las obras hechas en Melilla
en los dos siglos anteriores al nuestro, sobre todo, desde la creación de las
juntas municipales y de arbitrios, ya en pleno siglo XIX; en aquellos embriones
de ayuntamiento el Comandante de Ingenieros era por disposición reglamentaria
arquitecto municipal. Don Francisco Roldán, Don Aurelio Alcón y don Eligio
Souza fueron algunos de aquellos -hoy anónimos- ingenieros que con su ya
olvidada labor contribuyeron al progreso de la Melilla finisecular.
Alguien y algún día, habrá que sacar del olvido el trabajo de estos ingenieros
militares que, sin más satisfacción que el deber cumplido, dejaron huella
permanente en algunas de las obras que aún, un siglo más tarde, perduran en
Melilla.
La subida por la Maestranza y a
continuación por la cuesta de Peñuelas, frente a los antiguos depósitos de víveres,
sigue siendo ciertamente penosa para quien haya perdido la agilidad de los años
jóvenes, pero el placer de rememorar la vieja Melilla compensa con creces el
sufrimiento de la premiosa escalada.
Parafraseando al poeta medieval: “¿de aquellos sólidos depósitos de víveres,
qué se fizo?”. Hoy cuartelillo de la Compañía del Mar también, un viejo general, poco
dado a la conversación de reliquias del pasado, levantó sobre ellos lo que sería
el pretencioso teatro Alcántara. Hoy, con el renovado gusto por las venerables “piedras viejas”, en pleno “revival” neorromántico, se nos ocurre
pensar que la idea no fue buena, deplorando que los antiguos almacenes no se hayan
conservado tal y como los construyeron nuestros ancestros hace más de dos
siglos. Pero cómo se suele decir “alguien
vendrá que bueno te hará”, casi echamos de menos al antiguo teatro pensando
en la reforma sufrida por el caserón decimonónico para ser metamorfoseada en
actual vivienda del Capitán General, edificio fuera de lugar, enorme dado
blancuzco que destroza sin compasión toda la equilibrada perspectiva de Melilla
la Vieja.
¿Tiene arreglo tamaño desaguisado? Algún intento ha habido de solucionar el entuerto;
pero me temo que sin consecuencias apreciables.
Cuesta de Peñuelas. ¿Por qué Peñuelas? No he podido
saber el origen de este nombre que, por cierto, se repite en otras ciudades
españolas; pero cuyo significado se escapa a mi tal vez corto entender. La
última parte de la cuesta, dejando a la derecha el callejón del Moro, se ha
convertido en escaleras, obra más bien moderna, pues de siempre la cuesta fue
siempre cuesta. Las escaleras han cortado por la mitad la pendiente que otrora
terminaba enlazando con la calle de San Miguel. Con ella entramos en la Plaza de los Aljibes
auténtica.
Calle
de San Miguel
La calle de San Miguel es la más característica del
Pueblo; constituye lo que en los pueblos castellanos se llama calle Mayor.
Arteria principal de la heterodoxa red viaria de Melilla la Vieja , conserva el mismo
carácter medieval que el resto de sus calles, sin que parezca haberle afectado demasiado
los sucesivos intentos de alineación que se han sucedido a lo largo de su
historia. Hoy parece que se vuelve a intentar y probablemente sin éxito lo que
no debe ser motivo alguno de desánimo, pues todo el Pueblo con su anárquica
construcción arterial conserva un inequívoco estilo que nos aleja en el tiempo
hasta donde queramos. La calle de San Miguel, como las demás, sólo se ha movido
en altura y no con exceso; en anchura, apenas ha variado. Hace un centenar de
años casi todos sus edificios eran de planta baja, achaparrados; por supuesto
no por voluntad del vecindario que malvivía apretado en un recinto insuficiente,
sino por esa lógica maldición de las necesidades militares que obligaba lo mismo
a hombres que a edificios a vivir cuerpo a tierra, sin dejar que el propio
instinto de supervivencia marcara las alturas.
En el momento en que el campo exterior quedó
asegurado tras la campaña de Margallo, los edificios comenzaron a crecer, con
timidez unos, con altivez otros; pero siempre sin exagerar, sin perder la
compostura, sin alterar su esencia tradicional. La calle se conserva, pues,
casi inalterable desde los tiempos más lejanos, gracias a que sus moradores no
se anduvieron con sutilezas urbanísticas más propias de tiempos actuales; bástate
tuvieron con sobrevivir a los malos tiempos que fueron casi todos.
El nombre de la calle parece provenir de una antigua
ermita dedicada a San Miguel, ermita cuya localización no está bien delimitada,
si bien en un plano de finales del siglo XVII parece indicar que se encontraba
a la derecha de la calle en lo que hoy es -sic transit gloriae mundi-
aparcamiento de vehículos en un recinto en el que estos artefactos resultan anacrónicos.
No toda la calle estuvo constituida de viviendas en
todo tiempo. Algunos huertos se conservaron hasta época tan próxima como 1870
en la que la Comandancia
de Ingenieros aún conservaba un pequeño huertecillo desaparecido poco tiempo
después sustituido por una vivienda. Otros huertos de la plaza fueron
desapareciendo a medida que el siglo fue avanzando y la población en progresivo
aumento.
Aún cuando no dispongo de datos suficientes para
aclarar esta cuestión tengo que suponer que, a juzgar por lo que fue desde mediados
del siglo XIX, anteriormente a estas fechas la calle debió ser punto principal del
comercio y centro vital de relación ciudadana. Todo ello, ni que decir tiene,
dentro de la modestia previsible en una plaza de escasa entidad donde antes de
1860 no podemos imaginar que la vida tuviera grandes alicientes. El Conde de
Gimeno, quien vivió en Melilla en 1855 con su padre, militar de la guarnición,
la calificaba de “monótona y aburrida”,
sin apenas más distracciones que el movimiento de presidiarios, la instrucción de
los soldados en la Plaza
de los Aljibes y el paseo cotidiano por la calle de San Miguel. Sabemos que
esta calle era lugar de paso obligado de las procesiones religiosas, no escasas,
y paseo tradicional de todos los parroquianos tras la misa del mediodía de
domingos y festivos en la
Iglesia de la
Concepción.
Por aquellas fechas -mediados de siglo- se abre en
la calle de San Miguel la tahona de Fernando y Amalio Valderrama, que sin duda debió
ser de las primeras industrias establecidas en Melilla; con ella se rompía el
monopolio de la confección de pan a cargo de Administración Milita. No muchos
años más tarde abrirla su almacén de artículos variopintos José Salama quien iniciaba
así su ascendente marcha hacia la primada en los negocios de Melilla.
El estirón definitivo se da después de la guerra de
Margallo, en 1893. La calle se convierte en escasos días en un auténtico centro
comercial de primer orden de la plaza, sin olvidarnos de lo que era posible en
una ciudad de apenas cinco mil habitantes.
En la calle se establece la sastrería de los
hermanos Sánchez -en el número 11-, la confitería de Diego Moyana, en la
popularmente llamada Casa de la
Palma por una palmera que tenía en su trasera, casa muy antigua
que se hundió de puro vieja en 1928; también la confitería de Ruiz abrió sus
puertas, hasta que años más tarde pasó a la entrada del Parque Hernández; el
importante establecimiento de David J. Melul, la Estrella Oriental ,
donde era difícil no encontrar lo que se buscaba, y que desapareció como tantos
otros en 1909 como consecuencia de la expansión urbana; el de tejido de su tío,
Salomón Melul, la fotografía de la
Viuda de Aguilera, junto a la farmacia militar, cerca ya del
arco que da a la Iglesia ,
en donde se hacían retratos “aunque
lloviera o hiciera viento”; la farmacia civil de los Navarrete, en el número
9, y, en fin, tantos otros establecimientos que conjuntamente con los
anteriores debieron dar a la calle una impronta característica en rudo contraste
con el silencio actual y, lo que es peor con el abandono que una desdichada
vuelta de espaldas a la vieja Melilla está condiciendo a ésta a un punto de no
retorno en el que las dificultades de su recuperación harán invisible cualquier
intento de resucitar lo que -hoy- está clínicamente muerto o, al menos, siendo optimistas,
en los tramos finales de su agonía.
Desde que la inevitable expansión de Melilla hacia
el campo exterior obligó al comercio a desplazarse, vía Mantelete, hacia los
nuevos puntos neurálgicos de la actividad ciudadana, la calle de San Miguel
inicia un declive comercial y social que paulatinamente la fueron sumergiendo
en el sopor clásico de las calles reducidas a simples viviendas. Sin embargo ello
no le hizo perder su sabor tradicional que ha conservado casi hasta nuestros días
en que su desmoronamiento progresivo, ya en gran parte convertida en solar baldío,
la ha transformado hasta resultar irreconocible. Sus escasos habitantes se
pliegan ante lo inevitable con ese fatalismo triste de quien le falta
prepotencia personal para oponerse al destino; la humildad de sus vecinos,
faltos de apoyo del gran público ajeno a la tragedia parece predestinar a la
calle de San Miguel a una desaparición definitiva tras quinientos años de vida
honorable. ¡Ojalá el destino de Melilla no vaya ligado al del Pueblo!.
Calle
de la Soledad
Nuestros pasos pausados nos llevan con atracción muy
explicable hacia le recoleta calle de la Soledad desde la entrañable plazuela del Veedor.
Calle corta pero sabrosa, de nombre exacto, ajustado; donde si uno escucha con
atención concentrada pueden oírse psicofonías lejanas de ruidos de espadas que
entrechocan, de juramentos ahogados y ayes lastimeros, invisible retablo de
duelos nocturnos que no debieron ser raros en la Melilla de los Austria,
entre una guarnición corroída por la miseria y el abandono secular, prestos sus
integrantes a saltar en defensa de su honor por cualquier minucia.
La corta dimensión de la calle la ha conservado
hasta hoy en no malas condiciones no sabemos por cuánto tiempo. Fue siempre
lugar de población escasa, apenas turbada por lo mercantil. Solamente, que yo sepa,
hubo en el número 1, allá por 1880, un café, el café de Moyano, de no larga
vida al transformar D. Diego el negocio en confitería traspasándolo al número
24 de San Miguel.
La calle de la Soledad es paso obligado, por su atracción
particular y por ser atajo, hacia la
Plaza de la
Parada. Por ella pasamos desde la Melilla encerrada en sí
misma a la Melilla
que asoma al mar. La Plaza
de la Parada
es el balcón de la Melilla
centenaria al mar Mediterráneo. Balcón amplio que se prolonga a ambos lados
hacia el faro y hacia el inacabado Torreón de las cabras abarcando vistas
extensas que abren en abanico toda la amplia perspectiva marítima desde el cabo
de Tres Forcas a Ras Quiviana, e incluso en días despejados hasta Ras Quebdarta
(cabo de Agua). Aunque sólo sea para solazarse en la tranquila noche del
Pueblo, la visión nocturna del puerto desde tan excepcional mirador merece un
paseo ocasional del que nadie sale defraudado.
Plaza
de la Parada
El nombre de Parada nos remonta épocas apartadas
varios siglos de nosotros y nos indica que allí debían hacerse las formaciones militares
habituales de honores y revistas, hasta que años más tarde pasaron a celebrarse
en la plaza de los Aljibes mejorando el marco del acontecimiento militar.
La plaza de la Parada se cierra a espaldas del frente marítimo
con una serie de edificios entre los que sobresale el singular edificio del Hospital
Real complementado, en el centro, por la casa de Ferrer y. cerrándose, en el
inicio de la bajada de la
Florentina , con unas viviendas' de porte indefinido.
La casa de Ferrer, enorme, desproporcionada con el entorno
arquitectónico, constituye, con algunos otros edificios del Pueblo, una prueba de
que los excesos en altura no han beneficiado en nada al compacto urbanismo del
recinto. Levantada a finales del siglo pasado por Manuel Ferrer Torán, de quien
ya dimos alguna referencia en reseñas anteriores, en mi opinión le sobran
algunos metros de altura, contrastando en demasía con los edificios adyacentes.
Atalaya sobre atalaya natural del promontorio, su exagerada mole destruye la
perspectiva global de la ciudadela, obsesionando al navegante ocasional que desde
los confines del mar se va acercando a nuestra ciudad.
Antes de su construcción, los edificios, pobres, de
ese lugar apenas se atrevían a despegar del suelo desde mediados del siglo
pasado, casas y barracas se amontonaban en la Plaza acogiendo a una población en alza, lenta
pero constante, que debla alojarse en un recinto donde las necesidades militares
impedían levantar edificios de más de una planta. Cuando cambian las
circunstancias y ya no es necesaria tanta precaución, Melilla la Vieja se salpica de
edificios de tres plantas, gigantescos, arrogantes; pero todos ellos fuera de
sitio. Entre ellos el de Ferrer, en su base, dando a la calle de San Antón, se
reabre el popular café de Ferrer; trasplantado
desde su anterior emplazamiento en la calle de San Miguel. Los parroquianos
habituales desplazan el centro de gravedad de la chismorrería local hacia este
punto, preferido, sobre todo, de los hijos de Melilla, pues no en vano la
familia Ferrer era de las más antiguas de la ciudad, registrándose la llegada
de Manuel en 1858. Habiendo transcurrido cuatro o cinco generaciones, ellos si
pueden llamarse “de Melilla de toda la
vida”, frase habitual en esta ciudad pero ciertamente falsa, pues solamente
unas pocas familias, que puedan contarse con los dedos de una mano, se han
conservado en línea directa paterna y materna hasta hoy. El resto, de las
Campañas hacia acá.
A la izquierda de la casa de Ferrer, salvando la
entrada de la calle de San Antón, 1-a plaza se cierra con unas anónimas
viviendas descaracterizadas y, por ello precisamente, idóneas para el recinto.
Antes fueron dependencias militares, y en la que hace esquina con la bajada de la Florentina , estaba uno
de los dos palomares militares que hubo a principios de siglo y que tan
destacada actuación tuvieron durante la campaña de 1909.
Hospital
Real
El Hospital Real, edificio que cierra al otro lado
de la Plaza el
ángulo nordeste del barrio, es, por su
historia y su notable construcción, elemento destacado dentro de los edificios
que componen la piña urbana de Melilla la Vieja , aunque su gran deterioro actual no haga
sospechar tal circunstancia. Sucesor de los primitivos hospitales de las calles
de la Concepción
y de la Iglesia ,
comenzó a prestar sus servicios durante la campaña de 1774-5, servicios
ininterrumpidos hasta el final de las campañas últimas en Marruecos. El tiempo
inmisericorde y el abandono oficial han hecho que se encuentre en un penoso
estado de conservación sin haberle sabido dar el empleo necesario para su
permanencia en activo, aún cuando sus características interiores le hacen apto
para diversas utilizaciones. Al parecer, la buena voluntad y el esfuerzo
coordinado y combinado de las actuales fuerzas locales culturales (Delegación
de Cultura, Ayuntamiento, MOPU) van a intentar salvar de la piqueta a tan entrañable
edificio. Una vez salvado, habrá que darle una aplicación y, en ese caso, habrá
también que vencer la incomprensible pereza de sus posibles usuarios. Pereza y
desidia se combinan al unisonó en esta Melilla de nuestros días, para que el
Pueblo esté muy falto de visitantes “recomendables”
y de gente dispuesta a revitalizar el auténtico corazón pulsante de nuestra
ciudad, donde, queramos o no, se mantiene, hoy casi apagado, el fuego sagrado
del melillismo militante. Fuera de aquí, pura supervivencia material.
Si como edificio el viejo hospital merece ser
recuperado, como hospital en funciones no mereció siempre los plácemes de sus
presumibles usuarios. La serie de lamentos suspirando por un hospital en mejore
condiciones que el Real, se alarga hacia atrás en el tiempo hasta más de un
siglo. Usado indistintamente para personal militar y civil sin distinción de
personas, oficios o cargos, su promiscuidad heterogénea hizo suspirar año tras
año por un auténtico y autónomo hospital civil, idea largamente acariciada pero
nunca llevada a cabo.
A principios de este siglo era drásticamente
rechazado por la colectividad local que no podía pagarse una atención médica a
domicilio, y considerado por todos como símbolo, lóbrego, sucio, húmedo, arcaico,
pestilente e insuficiente, entre otras lindezas. Pero no hubo otra alternativa hasta
la puesta en función del hospital de la Cruz Roja , ya iniciada la campaña de 1921,
hospital que, como el Real, también ha hecho correr largos ríos de palabras y
letras impresas. El hospital siguió cogiendo a personas de toda condición,
especialmente, soldados y menesterosos, con sus salas repletas de enfermos
infecciosos, palúdicos y venéreos, tres tipos de enfermedad extendidas
profusamente por la localidad. No rara vez hacían uso de sus instalaciones
algunos cabileños cercanos, gracias a la generosidad de las autoridades de la Plaza ; tanta atención por
parte de nuestras autoridades locales no impedían que una vez vueltos a su
cabila volvieran su fusil contra quienes les habían favorecido con su amabilidad
y atención. Entre los alojados en él estuvieron el Cabo Moreno, fallecido a
pesar del interés de los médicos, y el célebre Schaldy, más tarde furibundo
enemigo de los españoles como lo habla sido anteriormente durante la guerra de
Margallo. En esta época prestaba sus servicios, como médico del hospital el
entonces Teniente médico Mariano Gómez-Ulla, célebre años más tarde por sus
intervenciones en las campañas, lo mismo que lo fueron los médicos Bastos
Noguera y Pagés. Hoy, el hospital está silencioso a la espera de ser salvado
por el espíritu generoso de quienes están convencidos de que con su
restauración se salva algo fundamental en el patrimonio histórico de la ciudad.
Bajo el viejo hospital se encuentran las cuevas del
Hoyo de la Cárcel ,
usadas doscientos años ha como polvorín, y almacén del hospital. El nombre de
Hoyo de la Cárcel
debe referirse a alguna de las no raras explosiones que tuvieron lugar en su
tiempo cuando en la zona se almacenaban pólvoras, de las que se sabe producían
enormes daños en la fortificación.
Desde el mismo hospital se accede, por una galeria
quizá resto, a su vez, de viejas explosiones, hasta la puerta del Socorro, tapiada
desde 1874, cuya puerta al mar embravecido; hoy sus servicios son inútiles, otrora,
sin embargo, muy necesarios.
Por ella se entraba a la ciudadela cuando la
hostilidad furiosa de los fronterizos impedían el normal desembarcar por la
playa de la Marina. Sin
duda la recuperación de esta zona irá también unida a la del Hospital Real.
Bajo la
Plaza de la
Parada , insospechadamente, se conservan las cuevas del
General, perforadas lo mismo que las del Hoyo de la cárcel y bajada del
Socorro, a finales del siglo XVII, sirviendo en sus inicios para alojamiento
seguro del Jefe de la guarnición y sucesivamente almacén de efectos, pólvoras y
subsistencias; sin perder su carácter permanente de refugio protector del
personal no combatiente durante los sitios, fuera de la mirada atenta del
insistente enemigo ocasional y de sus fuegos de cañón. Estas cuevas de la Parada se han habilitado
hoy, con muy buen criterio, para sede de un organismo recreativo, ejemplo que
pudiera seguirse con otros lugares del viejo recinto, dándoles una utilidad y
contribuyendo así a su conservación.
No sabemos desde cuando conservan las murallas y
torreones frente a la Parada
su fisonomía actual. Parece evidente que han debido sufrir modificaciones a lo
largo de los años. Si sabemos que a mediados del siglo XVI aún no estaban
terminadas las murallas; más tarde el tiempo, las explosiones y los terremotos
han obligado a construir y reconstruir varias veces torreones y lienzos, sin que
este continuo caer y levantar hayan, sin embargo, desfigurado su imponente
aspecto medieval.
Torreón
del Bonete
El Torreón del Bonete o del faro desapareció de una
explosión acaecida en 1728, repetida en 1752; tras esta última fue reconstruido
en forma diferente a las anteriores. En él se halla situado el faro de Melilla sobre
el mismo lugar en que, a mediados del siglo pasado, se situaba el vigía de mar
encargado de avisar la llegada de los barcos, especialmente del correo, único e
intermitente cordón umbilical que entonces unía Melilla con la Península. El síndrome
del correo es descrito por varios de los antiguos vecinos de la plaza, para
quienes la sensación de aislamiento producía verdaderas distonías
neurovegetativas entre la población, por lo que la llegada de correo, el viejo
vapor renqueante, producía auténticas explosiones de júbilo popular. No
olvidemos que en aquella época el barco arribaba a Melilla cada quince días. El
vigía avistaba pacientemente el horizonte con su anteojo con el objeto de avisar
con tiempo la fausta noticia, y todo el personal, autoridades en cabeza,
estuviera dispuesto en el puerto para la recepción; desde entonces se ha
conservado el nombre de “anteojillo”
para la zona inmediata al faro, ya solamente en boca de algunos, pocos,
veteranos de la ciudad. Podemos imaginarnos a los taciturnos y recelosos habitantes
de la Melilla
decimonónica sin otra diversión local, fuera de las fiestas de septiembre, que
la llegada por mar de las noticias traídas por el “Espartano” o el “Barcino”.
Sin remontarse a tan lejos tiempo, el popular P. Pillo -José Ferín- ripiaba humorísticamente
en 1918:
¿”Monte
Toro” dónde estás,
dónde
estás vapor correo
que
aunque miro más y más
hacia
el cabo no te veo?
El espectáculo de la llegada de los barcos formaba
parte de la tradición local y no ha terminado aún.
El faro actual data, en su estructura, de 1918, año
en que sustituyó al anterior: una simple torrecilla de sección cuadrada que sostenía
una farola de apenas doce millas de alcance. Pero al menos es eléctrica, pues anteriormente
se empleaban farolas de petróleo que debían ser permanentemente vigiladas por
un propio, generalmente un confiado. Más de una vez, y debido al descuido de
éste, el faro quedaba apagado con gran desesperación del viejo lobo del mar D.
Onofre Bachs, capitán del “Sevilla”,
quien desde 1889 a
1912 hizo la travesía Málaga - Melilla ininterrumpidamente.
Junto al Torreón del Faro se halla el del Bonete
Chico y a continuación el de la
Parada , que en otros tiempos se llamó “de las Pelotas” o “de En
medio” Sobre él, un viejo obús al parecer de los encontrados enterrado en
el terreno que hoy ocupa el hospital del Rey, trozo de hierro apagado, mudo,
inmóvil, símbolo inerte de una voluntad de permanencia sobre el recinto
centenario.
Pasado el torreoncillo de Bernal Francés, llegamos
al Torreón
de las Cabras, o de las Cabrias como quizá acertadamente le llama Roddguez
Puget. El torreón se ha quedado encogido, enano, sin fuerzas para levantarse
hasta donde orgullosamente se erigía su predecesor del mismo nombre, venido
abajo estrepitosamente sobre su panza hueca un día de San Silvestre de 1927,
sentenciado desde años antes por su deteriorada estructura. Demolido
definitivamente lo que quedaba de la poderosa mole anterior, permaneció inexistente
hasta hace unos pocos años en que almas sensibles comenzaron su reconstrucción,
con tan escasos recursos, que la obra se quedó a medio hacer. Su raquitismo, en
mi opinión, desluce y empobrece un conjunto que con este remate finalizado quedada
grandioso. Es de esperar que algún día alguna autoridad local detenga su
atención en él, y disponga los medios para su ascensión hasta el lugar que
nuestros predecesores le destinaron un día.
Torreón
de las Cabras
El Torreón de las Cabras y sus cercanías era lugar
de paseo vespertino y de festejos en le Melilla del siglo pasado, donde, a
pesar de su superficie reducida, la gente acudía bullanguera a la llamada de la
fiesta, no despreciando la ocasión de cambiar, aún por unas pocas horas, la
vida monótona y reiterativa de una población con muy escasos alicientes bajo el
prisma de la diversión y el holgorio. Misa y procesión matutinas, paseo vespertino
por el campo exterior y verbena a la caída de la tarde en el torreón de las
cabras formaban la trilogía de las fiestas de septiembre. La costumbre no
desapareció con el traspaso al llano de Santiago del centro neurálgico
ciudadano en los primeros años del siglo, si bien es verdad que poco a poco fue
perdiendo su importancia traspasando su función a la plaza de la Constitución o de los
Aljibes.
El viejo y nuevo torreón, donde desde antiguo
mostraban sus bocas amenazadoras los cañones de la batería asomada al llano y a
la playa, permanece hoy disminuido y silencioso. Mucho tiempo a que
desaparecieron las músicas de la guarnición, los farolillos de colores
temblorosos por el levante, y las risas espontáneas de las mozas de falda larga
y escarpín brillante, trocadas en silencios apenas turbados por voces destempladas
por humos sospechosos. ¿Volverá a ser algún día centro de peregrinación de
gentes reverentes, vueltas de nuevo al verdadero ser de Melilla? Me temo que no
hay lugar para los milagros entre seres que, olvidadas de los auténticos. Mira
su propio ombligo sin prestar atención a lo que debe permanecer por encima de
cualquier otra consideración y circunstancia: la raíz, el fundamento, el
corazón pulsante de la Melilla
centenaria, por mil razones superiores en valor histórico y belleza a la Melilla moderna, el barrio
de Medina Sidonia.
1 comentario:
Tengo que decir, que me encanta este blog. Es algo, que tengo que leer poquito a poco. Pero felicito, al creador de el. Un saludo de una melillensa. Leo
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