jueves, 16 de julio de 2015

Un día en la vida de Samuel Chocrón (Narración imaginaria)


Escrito novelado de Francisco Saro Gandarillas.

Nota del autor: Ignoro si alguna vez vivió en Melilla algún Samuel Chocrón.  El Samuel Chocrón de esta modesta historia solamente exis­tió en la poca fértil imaginación de su autor un día de octu­bre de 1982. 


 Callejero Melilla la Vieja



Le despertó un ruido confuso que llegaba de la calle. Miró el reloj y comprobó que no eran aun las seis de la mañana. “¿Que ocu­rre?”. Se asomó a la ventana intentando adivinar la causa del ruido. A esas horas la calle Alta estaba vacía. Faltaban dos horas para que fueran abiertas las puertas de las escuelas próximas a su casa y no era probable ningún acontecimiento desusado antes de la alboro­tada llegada de los niños. Se vistió rápidamente y salió a la calle si­lenciosamente para no despertar al resto de la familia; el ruido pa­recía venir de la derecha. En la Plaza de dona Adriana giró a la izquierda tomando la calle de San Antón; el ruido se hacía mas cer­cano. Antes de alcanzar la vieja Plaza de la Parada ya sabía su causa. Desde varios días antes corría el rumor de que el general Macías pensaba hacer obras en el Paseo del Torreón de las Cabras. Por fin hoy, 30 de octubre de 1882, un pelotón de confinados co­menzaba unos trabajos que se hacían esperar desde tiempo atrás. EI Torreón de las Cabras, paseo obligado y lugar de expansión del pueblo, se había quedado estrecho ante el importante aumento de la población civil. Samuel Chocrón recordaba su llegada a Melilla en 1873 cuando la población no mi litar apenas sobrepasaba las tres­cientas cincuenta almas; hoy, nueve anos mas tarde, no andaría lejos de las mil, gracias al Decreto de 1870 permitiendo la entrada de cualquier persona, incluidos extranjeros, que quisieran estable­cerse en Melilla, decreto providencial para el y su familia. La vida en Fez se hacía imposible ante la deplorable falta de autoridad del Majzen; cuando recibió noticias de su primo de Tetuán que le indi­caba la posibilidad de establecerse en Melilla no lo pensó dos veces. Cuatro meses mas tarde, en el barco que desde Gibraltar le traía a Melilla contaba sus ilusiones y sus esperanzas a José Sa­lama, que como el, veía Melilla tierra de promisión para un futuro mas halagüeño. Ahora ambos gustaban de comentar el acierto de su 11egada, abandonando unos hogares que no les prometían un futuro tan optimista como el que parecía garantizarles esta nueva tierra.


Samuel Chocrón salio de su ensimismamiento. Los presidiarios se afanaban en su trabajo bajo la vigilancia de un capataz de obras. A su espalda, el café de Ferrer aun no se había abierto. Dirigió sus pasos hacia la caseta del vigía, en el Torreón del Bonete. Pasó el gran cañón del Torreón de la Parada; a la altura del “anteojillo” se detuvo observando el mar. Abajo, en el Baño de la Reina, las olas se dejaban caer blandamente sobre las rocas. “Hoy vendrá el co­rreo”. Samuel intento imaginarse un puerto, un enorme puerto de piedra perdido en el horizonte, el puerto necesario para una Melilla que adivinaba prospera en un futuro no muy lejano. Pero Samuel era un hombre de realidades. Sabía, había of do hablar de una Comisión Militar venida hacía bastantes años, varios antes de su lle­gada a Melilla, que había dicho no al puerto, que el puerto no era necesario. Como acto simbólico de la falta de esperanza de algunos en el futuro, el mismo había visto demoler dos años después el viejo y desastrado espigón de San Jorge. A pesar de ello, para Sa­muel Chocrón Melilla estaba condenada a un magnífico futuro. No podía ser de otra forma.




Torreón del Bonete
EI vigía salio de su caseta, una vez apagado el farol giratorio que hacía de faro. “¿Cuando se comenzara el nuevo faro apro­bado?”, pensó. El mar, tras varios días de violento temporal, estaba en calma. El vapor “Numancia” traería tres días de retraso; trece días, pues, sin pasaje y, 10 que es peor, sin noticias. La sensación de aislamiento era la contrapartida negativa de la vida en el pequeño territorio. El, al fin y al cabo, por su condición de hebreo podía ir a Farhana y Mazuza cuando quisiera llevando la vestimenta obligada por los musulmanes, pero los cristianos apenas podían ir unos pasos más allá de las murallas sin grave riesgo de su vida. EI viejo vapor era el único lazo con la civilización y era esperado con ansiedad por todos. Además, Samuel tenía en su nueva barraca del Mantelete gran cantidad de pieles para exportar. Había sido un acierto que el general Macías autorizara la instalación de barracas de madera en el Mantelete exterior. Se oyó, lejano el toque de diana para la guarni­ción; era el toque de diana para todo el pueblo. Ya había amanecido por completo. Giró sobre sí mismo y se dirigió apresurado hacia la calle de San Miguel. La recorrió con rapidez. Al entrar en la Plaza de la Constitución apenas se fijó en un grupo de confinados que tra­bajaban en el nuevo gobierno militar. Al asomarse, entre dos cañones, por encima de la Batería Real de San Felipe Alto, aun llegó a tiempo de contemplar el tropel de indígenas que, a la carrera, pene­traba en el Mantelete exterior intentando coger el mejor sitio para vender sus productos. Algunos, antes de llegar, se descalzaban y lanzaban sus babuchas hacia el muro. Lugar de caída, lugar reser­vado. Todos los días la misma representación a la misma hora, en el momento de abrir la puerta de Santa Barbará.


Volvió sobre sus pasos y por las Peñuelas bajó hacia la Marina. A la puerta del Depósito de Víveres de Administración Militar un soldado dormitaba tras una noche de probable imaginaria. En el túnel se cruzó con la patrulla de vigilancia compuesta por cinco confinados que seguramente volverían al cuartel del Presidio en la Plaza de Armas. Descendió hasta la playa al pie del Torreón de San Juan; las aguas casi mojaban la muralla. Mojándose las negras ba­buchas alcanzó la puerta del Mantelete interior. Cerca de cuarenta barracas de madera se alineaban entre el muro X y la luneta de Santa Isabel. La suya era la primera de la izquierda de la segunda fila. EI mal olor producido por las pieles húmedas invadía el re­cinto. Para los indígenas que le traían las pieles su insistencia en  que estuvieran secas era una extraña pretensión. Para Samuel era una necesidad. Por una parte, estando húmedas, se conservaban mal. Por otra, los propietarios de las casetas circundantes, algunas de ellas viviendas, habían protestado ante el gobernador por el de­sagradable olor que desprendían. EI general Macías había dispuesto que las barracas con pieles habían de ser llevadas al campo exterior, pero la falta de seguridad había dejado la medida en suspenso. No había garantías. EI campo fronterizo estaba revuelto y el sultán tenía, como siempre, perdida su autoridad en el Rif. EI gobernador, que contaba con pocas tropas, apenas dos mil entre soldados y confinados, había suspendido incluso los paseos militares por los ale­daños a la espera de saber con qué autoridades locales entenderse. Samuel no comprendía como desde 1862 en que se habían fijado los nuevos límites habían pasado veinte años sin que se hubiera adelantado gran cosa en la ocupación del terreno. Al toque de re­treta la puerta de Santa Barbará se cerraba y Melilla quedaba ais­lada de su supuesto territorio de soberanía hasta el toque de diana en que reanudaban formales, comerciales esencialmente, con los fronterizos. Incluso los huertos de la guarnición, en las proximida­des de la muralla, quedaban desamparados por la noche.


Nadie trajo pieles esta mañana. En el fondo, Samuel se ale­graba, pues ya apenas tenía espacio donde meterles al no haber lle­gada el correo. “En algún momento tendrán que autorizar la ocu­pación del Mantelete exterior”, pensó. En ese momento podría ampliar el negocio de pieles e incluso invertir en otras negocios sus beneficios. Era una gran suerte poder disponer de unas barracas desmontables; puesto que los extranjeros no podían adquirir in­muebles y el posible alquiler de locales estaba más que cubierto, las barracas resolvían un gran problema.


Zoco junto al muro X



A las diez de la mañana y ante la ausencia de vendedores, Sa­muel cerró su barraca. Por la puerta de comunicación entre recintos penetro en el Mantelete exterior; el mercado estaba en su apogeo. Unos soldados, fusil con bayoneta al hombro, vigilaban; un oficial, sable en mano, miraba con aire aburrido. Gallinas, huevos, verdu­ras... Los productos del campo se mezclaban en confusión en el zoco moruno improvisado junto al muro X; algunas mujeres y unos cuantos soldados (de las cocinas sin duda) discutían hasta el infi­nito el precio de la compra. Samuel Chocrón había visto alargarse el muro X y con 61 el mercadillo. Cuando llego a Melilla apenas era la mitad de su longitud actual. Hoy, desde su final, se unía al fortín de Santa Barbará cerrando un gran espacio de terreno ganado al mar por los aportes del Río de Oro, desviado a su curso actual ape­nas un ano antes de su llegada.


Desde la puerta de Santa Barbará pudo ver el campo exterior.  Ni una sola construcción. A la izquierda, desde el extrema sur del muro X, la playa de San Lorenzo se extendía hasta la desemboca­dura del río. Enfrente el cerro de San Lorenzo, aislado en el llano. Sobre la cima unos puntos oscuros se movían desordenadamente. “Están trabajando los confinados...”. Samuel recordaba el co­mienzo de las obras del nuevo fuerte, cinco meses antes. “Mientras no se terminen los fuertes no podremos salir de Melilla”. Sabía los precarios intentos de colonización del campo y estaba seguro de su fracaso mientras la seguridad no estuviese garantizada. Era preciso construir más fuertes. Las obras avanzaban con demasiada lentitud. Las obras, en manos de los presidiarios, gente sin estímulo ni co­nocedora del oficio, se eternizarían con toda lógica. Tampoco se les podía exigir demasiado. Ya era bastante duro su confinamiento.


Sobre el llano de Santiago varias unidades evolucionaban bajo la mirada atenta de sus jefes. La diaria y matutina instrucción en orden cerrado. Los oscuros uniformes destacaban sobre el ocre te­rreno apenas matizado por las palmiteras. Al fondo, bajo el cerro, la calera de Ingenieros. Samuel Chocrón intuía cual iba a ser la fu­tura expansión de la gran ciudad que sin dudarlo había de ser Me­lilla. Donde ahora desfilaban los soldados algún día habría edificios y calles, plazas y jardines. El no lo vería, quizá sus hijos tampoco, sus nietos... posiblemente. 


Campo de instrucción



Un griterío distrajo su atención. A la derecha, a cincuenta me­tros de la puerta, cerca del fortín, unos indígenas discutían a gran­des voces. La Aduana marroquí, en un destartalado barracón de madera. Sin duda se trataba de un nuevo abuso por parte de los fun­cionarios. La cantilena de todos los días. Lo que debía ser un in­centivo al comercio regulado se había convertido en un lastre inso­portable para el no demasiado boyante comercio actual. Y el caso es que no beneficiaba a nadie. EI Majzén no ganaba nada pues la recaudación se perdía en manos intermedias, y el evidente abuso en la imposición coartaba a los pocos que se decidían a comerciar con Melilla. Y todo ello dentro de territorio español. EI año anterior, con muy buen criterio el general Macías había solicitado del go­bierno la retirada de la Aduana a los límites. Algunos habían solicitado de la autoridad su inmediata supresión. Pero el gobierno fu­sionista, llegado recientemente al poder, no se dio por enterado, y las cosas seguían igual.


En aquel momento, una patrulla al mando de un sargento, en compañía del intérprete Francisco Marín, llegaba hasta los litigan­tes. Rápidamente llego la paz.




Los huertos



De los huertos cercanos a la muralla, a la espalda de la aduana marroquí, unos mulos conducidos por soldados portaban los sero­nes repletos de verduras. Hacía poco que se había autorizado el cul­tivo de pequeñas parcelas, casi todas cultivadas por los cuerpos de la guarnición; algunas pocas, arrendadas a particulares. Aquí y alía se habían levantado algunas barracas de cana. Alguna vez se cele­braban pequeñas fiestas en los huertos, quizá por el atractivo de la única mancha verde en el áspero paisaje circundante. Es posible que estas salidas fueran un síntoma de un mañana cercano fuera del estrecho corsé de las murallas. Los mulos desaparecieron por la puerta de Santa Barbará camino de los domicilios donde serán re­partidas las verduras.


El cañonazo de las doce sobresaltó a Samuel. Recordó que debía presentarse en las oficinas de la Junta de Arbitrios para algún asunto de trámite. Volvió a desandar 1o andado. Atravesó la Plaza de los Aljibes dirigiéndose a la Torre del Reloj. Al entrar en la ofi­cina un soldado tras una vieja mesa de madera le interrogo con la mirada. “He recibido una notificacion...”. EI soldado busco entre los papeles. Se trataba de completar datos para el censo de extran­jeros. “¿Apellido?”. “¿Socrun?”. “¿Chucron?”. “Deletréelo”. C, h, k, r, o, u, n. “Bien, escribiré Chocrón; no es usted el único”.


La hora de comer. Por la izquierda, desde la calle de San Mi­guel a la de la iglesia y luego a la calle Alta. En aquel momento, de las escuelas públicas salían niños y niñas en confuso griterío aca­badas las 1ases de la mañana. Saluda al oficial medico Pablo Vallescá que entraba en su domicilio. Samuel pensó que era tan buen médico como difícil de carácter. Recordó su llegada el año anterior. “EI tiempo mínimo para poder escapar de aquí”, decía. Todos decían lo mismo y luego, algunos no sabían que disculpa encontrar para quedarse.


A media tarde, como habitualmente hada en todas las perezo­sas tardes melillenses, salió a estirar las piernas. Desde la calle de la iglesia doblo por detrás del convento subiendo hacia la Concepción. Abajo, desde el mar, subía un sordo rumor de olas golpeando sobre las rocas de Trápana. Desde la Batería Real diviso el cuartel del Presidio, en la Plaza de Armas, en aquel momento silencioso. Enfrente, en la Alcazaba, por debajo de los fuertes, una fila de blan­cas casitas unidas, de planta baja, señalaba el nuevo barrio de Me­lilla, levantado gracias a la iniciativa de Manuel Ferrer. Un barrio precursor de otros que vendrían después, nadie sabía cuándo ni dónde.




La Alcazaba



Un toque de corneta salido del tercer recinto indicaba que el Regimiento Málaga 40 comenzaba o terminaba una actividad mili­tar. En el viejo cuartel de San Fernando cientos de soldados obse­sionados por la tardanza del “Numancia” contaban las horas que les faltaban para concluir su servicio en Melilla. Mientras descendía por la calle de la Concepción Samuel pensaba en la importancia de la guarnición en una ciudadela fronteriza como Melilla. Como otras ciudades en la historia del mundo Melilla crecería como plaza mi­litar, alrededor de la guarnición. Después habría que pensar en otros módulos de crecimiento. Pero eso ya era asunto de generaciones posteriores.


A la altura de la Maestranza de Artillería apresuro el paso. "Es hora de visitar al viejo Melul”. Una vez más atravesó la Plaza de la Constitución encaminándose a la calle de San Miguel. EI reloj de la torre daba las cinco.


“Vaya, hoy ha comenzado antes la tertulia”. En el comercio de Melul, varios oficiales, como casi todas las tardes, oficiaban el rito de la tertulia vespertina. No era un casino, pero hacía las veces. Chocrón sonreía al pensar en los medios que la oficialidad se buscaba para matar el aburrimiento de las tardes eternas. No era raro verles en la playa buscando conchas marinas; alguno era verdadero experto en la materia. Tampoco era difícil verles sentados en las rocas de la Florentina con una caña en la mano. Otros (pocos, es verdad) recurrían al drástico recurso de casarse con algunas de las señoritas del pueblo, condenándose a vivir en Melilla para siempre.


La Tauromaquia



En un rincón de la tienda un oficial leía distraídamente un viejo ejemplar de “La Tauromaquia”. Viejo y único, pues solamente se hizo un número manuscrito por oficiales el año anterior. “Se está haciendo necesario un periódico en Melilla”, pensó Samuel. Pero si no había más enlace con el mundo que el correo ¿había que limitar las noticias al cotilleo local? Desecho la idea por inútil.


A las seis, después de comentar las escasas incidencias ocurri­das con su amigo Melul, Samuel salió a la calle; el día estaba prácticamente acabado. Un día más, igual a otros muchos que pasaron y, sin duda, a otras que vendrían. Entro en la sinagoga, en la misma calle. No era una visita ociosa; tenía mucho que agradecer a un Dios providente que le había sacado de un futuro incierto en Fez para llevarle a un futuro risueño en Melilla.


Desde la sinagoga se encamino hacia su domicilio. Poca gente y pasos silenciosos, a través de la calle de la Soledad. Dos obreros abandonaban el trabajo en el iniciado alcantarillado, idea brillante del general Macías: Signo de prosperidad. Desde la Plaza de la Pa­rada pudo ver al vapor “Numancia” anclado a media milla de la costa. Una barca, con gente del Pelotón de Mar bogaba hacia el co­rreo. En la plaza, el café de Ferrer, lleno de público, fue el ultimo signa de vida al caer la tarde. Al entrar en su casa oyó el cañonazo indicador de que el día había terminado.

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