Escrito novelado de Francisco Saro Gandarillas.
Nota del autor: Ignoro si alguna
vez vivió en Melilla algún Samuel Chocrón. El Samuel Chocrón de esta modesta historia
solamente existió en la poca fértil imaginación de su autor un día de octubre
de 1982.
Callejero Melilla la Vieja
Le despertó un ruido confuso que
llegaba de la calle. Miró el reloj y comprobó que no eran aun las seis de la mañana.
“¿Que ocurre?”. Se asomó a la
ventana intentando adivinar la causa del ruido. A esas horas la calle Alta
estaba vacía. Faltaban dos horas para que fueran abiertas las puertas de las
escuelas próximas a su casa y no era probable ningún acontecimiento desusado
antes de la alborotada llegada de los niños. Se vistió rápidamente y salió a
la calle silenciosamente para no despertar al resto de la familia; el ruido parecía
venir de la derecha. En la Plaza
de dona Adriana giró a la izquierda tomando la calle de San Antón; el ruido se
hacía mas cercano. Antes de alcanzar la vieja Plaza de la Parada ya sabía su causa.
Desde varios días antes corría el rumor de que el general Macías pensaba hacer
obras en el Paseo del Torreón de las Cabras. Por fin hoy, 30 de octubre de
1882, un pelotón de confinados comenzaba unos trabajos que se hacían esperar desde
tiempo atrás. EI Torreón de las Cabras, paseo obligado y lugar de expansión del
pueblo, se había quedado estrecho ante el importante aumento de la población
civil. Samuel Chocrón recordaba su llegada a Melilla en 1873 cuando la población
no mi litar apenas sobrepasaba las trescientas cincuenta almas; hoy, nueve
anos mas tarde, no andaría lejos de las mil, gracias al Decreto de 1870
permitiendo la entrada de cualquier persona, incluidos extranjeros, que
quisieran establecerse en Melilla, decreto providencial para el y su familia.
La vida en Fez se hacía imposible ante la deplorable falta de autoridad del
Majzen; cuando recibió noticias de su primo de Tetuán que le indicaba la
posibilidad de establecerse en Melilla no lo pensó dos veces. Cuatro meses mas
tarde, en el barco que desde Gibraltar le traía a Melilla contaba sus ilusiones
y sus esperanzas a José Salama, que como el, veía Melilla tierra de promisión
para un futuro mas halagüeño. Ahora ambos gustaban de comentar el acierto de su
11egada, abandonando unos hogares que no les prometían un futuro tan optimista
como el que parecía garantizarles esta nueva tierra.
Samuel Chocrón salio de su
ensimismamiento. Los presidiarios se afanaban en su trabajo bajo la vigilancia
de un capataz de obras. A su espalda, el café de Ferrer aun no se había
abierto. Dirigió sus pasos hacia la caseta del vigía, en el Torreón del Bonete.
Pasó el gran cañón del Torreón de la
Parada; a la altura del “anteojillo”
se detuvo observando el mar. Abajo, en el Baño de la Reina, las olas se dejaban
caer blandamente sobre las rocas. “Hoy vendrá
el correo”. Samuel intento imaginarse un puerto, un enorme puerto de
piedra perdido en el horizonte, el puerto necesario para una Melilla que
adivinaba prospera en un futuro no muy lejano. Pero Samuel era un hombre de
realidades. Sabía, había of do hablar de una Comisión Militar venida hacía
bastantes años, varios antes de su llegada a Melilla, que había dicho no al
puerto, que el puerto no era necesario. Como acto simbólico de la falta de
esperanza de algunos en el futuro, el mismo había visto demoler dos años después
el viejo y desastrado espigón de San Jorge. A pesar de ello, para Samuel Chocrón
Melilla estaba condenada a un magnífico futuro. No podía ser de otra forma.
Torreón del Bonete
EI vigía salio de su caseta, una
vez apagado el farol giratorio que hacía de faro. “¿Cuando se comenzara el nuevo faro aprobado?”, pensó. El mar,
tras varios días de violento temporal, estaba en calma. El vapor “Numancia” traería tres días de retraso;
trece días, pues, sin pasaje y, 10 que es peor, sin noticias. La sensación de
aislamiento era la contrapartida negativa de la vida en el pequeño territorio.
El, al fin y al cabo, por su condición de hebreo podía ir a Farhana y Mazuza
cuando quisiera llevando la vestimenta obligada por los musulmanes, pero los
cristianos apenas podían ir unos pasos más allá de las murallas sin grave
riesgo de su vida. EI viejo vapor era el único lazo con la civilización y era
esperado con ansiedad por todos. Además, Samuel tenía en su nueva barraca del
Mantelete gran cantidad de pieles para exportar. Había sido un acierto que el
general Macías autorizara la instalación de barracas de madera en el Mantelete
exterior. Se oyó, lejano el toque de diana para la guarnición; era el toque de
diana para todo el pueblo. Ya había amanecido por completo. Giró sobre sí mismo
y se dirigió apresurado hacia la calle de San Miguel. La recorrió con rapidez.
Al entrar en la Plaza
de la Constitución
apenas se fijó en un grupo de confinados que trabajaban en el nuevo gobierno
militar. Al asomarse, entre dos cañones, por encima de la Batería Real de San
Felipe Alto, aun llegó a tiempo de contemplar el tropel de indígenas que, a la
carrera, penetraba en el Mantelete exterior intentando coger el mejor sitio
para vender sus productos. Algunos, antes de llegar, se descalzaban y lanzaban
sus babuchas hacia el muro. Lugar de caída, lugar reservado. Todos los días la
misma representación a la misma hora, en el momento de abrir la puerta de Santa
Barbará.
Volvió sobre sus pasos y por las
Peñuelas bajó hacia la Marina.
A la puerta del Depósito de Víveres de Administración Militar
un soldado dormitaba tras una noche de probable imaginaria. En el túnel se cruzó
con la patrulla de vigilancia compuesta por cinco confinados que seguramente
volverían al cuartel del Presidio en la Plaza de Armas. Descendió hasta la playa al pie
del Torreón de San Juan; las aguas casi mojaban la muralla. Mojándose las
negras babuchas alcanzó la puerta del Mantelete interior. Cerca de cuarenta
barracas de madera se alineaban entre el muro X y la luneta de Santa Isabel. La
suya era la primera de la izquierda de la segunda fila. EI mal olor producido
por las pieles húmedas invadía el recinto. Para los indígenas que le traían
las pieles su insistencia en que
estuvieran secas era una extraña pretensión. Para Samuel era una necesidad. Por
una parte, estando húmedas, se conservaban mal. Por otra, los propietarios de
las casetas circundantes, algunas de ellas viviendas, habían protestado ante el
gobernador por el desagradable olor que desprendían. EI general Macías había
dispuesto que las barracas con pieles habían de ser llevadas al campo exterior,
pero la falta de seguridad había dejado la medida en suspenso. No había garantías.
EI campo fronterizo estaba revuelto y el sultán tenía, como siempre, perdida su
autoridad en el Rif. EI gobernador, que contaba con pocas tropas, apenas dos
mil entre soldados y confinados, había suspendido incluso los paseos militares
por los aledaños a la espera de saber con qué autoridades locales entenderse.
Samuel no comprendía como desde 1862 en que se habían fijado los nuevos límites
habían pasado veinte años sin que se hubiera adelantado gran cosa en la ocupación
del terreno. Al toque de retreta la puerta de Santa Barbará se cerraba y
Melilla quedaba aislada de su supuesto territorio de soberanía hasta el toque
de diana en que reanudaban formales, comerciales esencialmente, con los
fronterizos. Incluso los huertos de la guarnición, en las proximidades de la
muralla, quedaban desamparados por la noche.
Nadie trajo pieles esta mañana.
En el fondo, Samuel se alegraba, pues ya apenas tenía espacio donde meterles
al no haber llegada el correo. “En algún
momento tendrán que autorizar la ocupación del Mantelete exterior”, pensó.
En ese momento podría ampliar el negocio de pieles e incluso invertir en otras
negocios sus beneficios. Era una gran suerte poder disponer de unas barracas
desmontables; puesto que los extranjeros no podían adquirir inmuebles y el
posible alquiler de locales estaba más que cubierto, las barracas resolvían un
gran problema.
Zoco junto al muro X
A las diez de la mañana y ante la
ausencia de vendedores, Samuel cerró su barraca. Por la puerta de comunicación
entre recintos penetro en el Mantelete exterior; el mercado estaba en su
apogeo. Unos soldados, fusil con bayoneta al hombro, vigilaban; un oficial, sable
en mano, miraba con aire aburrido. Gallinas, huevos, verduras... Los productos
del campo se mezclaban en confusión en el zoco moruno improvisado junto al muro
X; algunas mujeres y unos cuantos soldados (de las cocinas sin duda) discutían
hasta el infinito el precio de la compra. Samuel Chocrón había visto alargarse
el muro X y con 61 el mercadillo. Cuando llego a Melilla apenas era la mitad de
su longitud actual. Hoy, desde su final, se unía al fortín de Santa Barbará
cerrando un gran espacio de terreno ganado al mar por los aportes del Río de
Oro, desviado a su curso actual apenas un ano antes de su llegada.
Desde la puerta de Santa Barbará
pudo ver el campo exterior. Ni una sola construcción.
A la izquierda, desde el extrema sur del muro X, la playa de San Lorenzo se
extendía hasta la desembocadura del río. Enfrente el cerro de San Lorenzo,
aislado en el llano. Sobre la cima unos puntos oscuros se movían
desordenadamente. “Están trabajando los
confinados...”. Samuel recordaba el comienzo de las obras del nuevo
fuerte, cinco meses antes. “Mientras no
se terminen los fuertes no podremos salir de Melilla”. Sabía los precarios
intentos de colonización del campo y estaba seguro de su fracaso mientras la
seguridad no estuviese garantizada. Era preciso construir más fuertes. Las
obras avanzaban con demasiada lentitud. Las obras, en manos de los
presidiarios, gente sin estímulo ni conocedora del oficio, se eternizarían con
toda lógica. Tampoco se les podía exigir demasiado. Ya era bastante duro su
confinamiento.
Sobre el llano de Santiago varias
unidades evolucionaban bajo la mirada atenta de sus jefes. La diaria y matutina
instrucción en orden cerrado. Los oscuros uniformes destacaban sobre el ocre terreno
apenas matizado por las palmiteras. Al fondo, bajo el cerro, la calera de
Ingenieros. Samuel Chocrón intuía cual iba a ser la futura expansión de la
gran ciudad que sin dudarlo había de ser Melilla. Donde ahora desfilaban los
soldados algún día habría edificios y calles, plazas y jardines. El no lo vería,
quizá sus hijos tampoco, sus nietos... posiblemente.
Campo de instrucción
Un griterío distrajo su atención.
A la derecha, a cincuenta metros de la puerta, cerca del fortín, unos
indígenas discutían a grandes voces. La Aduana marroquí, en un destartalado barracón de
madera. Sin duda se trataba de un nuevo abuso por parte de los funcionarios.
La cantilena de todos los días. Lo que debía ser un incentivo al comercio
regulado se había convertido en un lastre insoportable para el no demasiado boyante
comercio actual. Y el caso es que no beneficiaba a nadie. EI Majzén no ganaba
nada pues la recaudación se perdía en manos intermedias, y el evidente abuso en
la imposición coartaba a los pocos que se decidían a comerciar con Melilla. Y
todo ello dentro de territorio español. EI año anterior, con muy buen criterio
el general Macías había solicitado del gobierno la retirada de la Aduana a los límites.
Algunos habían solicitado de la autoridad su inmediata supresión. Pero el
gobierno fusionista, llegado recientemente al poder, no se dio por enterado, y
las cosas seguían igual.
En aquel momento, una patrulla al
mando de un sargento, en compañía del intérprete Francisco Marín, llegaba hasta
los litigantes. Rápidamente llego la paz.
Los huertos
De los huertos cercanos a la
muralla, a la espalda de la aduana marroquí, unos mulos conducidos por soldados
portaban los serones repletos de verduras. Hacía poco que se había autorizado
el cultivo de pequeñas parcelas, casi todas cultivadas por los cuerpos de la guarnición;
algunas pocas, arrendadas a particulares. Aquí y alía se habían levantado
algunas barracas de cana. Alguna vez se celebraban pequeñas fiestas en los
huertos, quizá por el atractivo de la única mancha verde en el áspero paisaje
circundante. Es posible que estas salidas fueran un síntoma de un mañana
cercano fuera del estrecho corsé de las murallas. Los mulos desaparecieron por
la puerta de Santa Barbará camino de los domicilios donde serán repartidas las
verduras.
El cañonazo de las doce sobresaltó
a Samuel. Recordó que debía presentarse en las oficinas de la Junta de Arbitrios para algún
asunto de trámite. Volvió a desandar 1o andado. Atravesó la Plaza de los Aljibes
dirigiéndose a la Torre
del Reloj. Al entrar en la oficina un soldado tras una vieja mesa de madera le
interrogo con la mirada. “He recibido una
notificacion...”. EI soldado busco entre los papeles. Se trataba de
completar datos para el censo de extranjeros. “¿Apellido?”. “¿Socrun?”.
“¿Chucron?”. “Deletréelo”. C, h, k, r, o, u, n. “Bien, escribiré Chocrón; no es usted el único”.
La hora de comer. Por la
izquierda, desde la calle de San Miguel a la de la iglesia y luego a la calle
Alta. En aquel momento, de las escuelas públicas salían niños y niñas en
confuso griterío acabadas las 1ases de la mañana. Saluda al oficial medico
Pablo Vallescá que entraba en su domicilio. Samuel pensó que era tan buen médico
como difícil de carácter. Recordó su llegada el año anterior. “EI tiempo mínimo para poder escapar de aquí”,
decía. Todos decían lo mismo y luego, algunos no sabían que disculpa encontrar
para quedarse.
A media tarde, como habitualmente
hada en todas las perezosas tardes melillenses, salió a estirar las piernas.
Desde la calle de la iglesia doblo por detrás del convento subiendo hacia la Concepción. Abajo,
desde el mar, subía un sordo rumor de olas golpeando sobre las rocas de Trápana.
Desde la Batería Real
diviso el cuartel del Presidio, en la
Plaza de Armas, en aquel momento silencioso. Enfrente, en la Alcazaba, por debajo de
los fuertes, una fila de blancas casitas unidas, de planta baja, señalaba el
nuevo barrio de Melilla, levantado gracias a la iniciativa de Manuel Ferrer.
Un barrio precursor de otros que vendrían después, nadie sabía cuándo ni dónde.
La Alcazaba
Un toque de corneta salido del
tercer recinto indicaba que el Regimiento Málaga 40 comenzaba o terminaba una
actividad militar. En el viejo cuartel de San Fernando cientos de soldados
obsesionados por la tardanza del “Numancia”
contaban las horas que les faltaban para concluir su servicio en Melilla.
Mientras descendía por la calle de la Concepción Samuel
pensaba en la importancia de la guarnición en una ciudadela fronteriza como
Melilla. Como otras ciudades en la historia del mundo Melilla crecería como
plaza militar, alrededor de la guarnición. Después habría que pensar en otros
módulos de crecimiento. Pero eso ya era asunto de generaciones posteriores.
A la altura de la Maestranza de Artillería
apresuro el paso. "Es hora de
visitar al viejo Melul”. Una vez más atravesó la Plaza de la Constitución encaminándose
a la calle de San Miguel. EI reloj de la torre daba las cinco.
“Vaya, hoy ha comenzado antes la tertulia”. En el comercio de
Melul, varios oficiales, como casi todas las tardes, oficiaban el rito de la
tertulia vespertina. No era un casino, pero hacía las veces. Chocrón sonreía al
pensar en los medios que la oficialidad se buscaba para matar el aburrimiento
de las tardes eternas. No era raro verles en la playa buscando conchas marinas;
alguno era verdadero experto en la materia. Tampoco era difícil verles sentados
en las rocas de la
Florentina con una caña en la mano. Otros (pocos, es verdad)
recurrían al drástico recurso de casarse con algunas de las señoritas del
pueblo, condenándose a vivir en Melilla para siempre.
La Tauromaquia
En un rincón de la tienda un
oficial leía distraídamente un viejo ejemplar de “La Tauromaquia”. Viejo y único,
pues solamente se hizo un número manuscrito por oficiales el año anterior. “Se está haciendo necesario un periódico en
Melilla”, pensó Samuel. Pero si no había más enlace con el mundo que el
correo ¿había que limitar las noticias al cotilleo local? Desecho la idea por inútil.
A las seis, después de comentar
las escasas incidencias ocurridas con su amigo Melul, Samuel salió a la calle;
el día estaba prácticamente acabado. Un día más, igual a otros muchos que
pasaron y, sin duda, a otras que vendrían. Entro en la sinagoga, en la misma
calle. No era una visita ociosa; tenía mucho que agradecer a un Dios providente
que le había sacado de un futuro incierto en Fez para llevarle a un futuro
risueño en Melilla.
Desde la sinagoga se encamino
hacia su domicilio. Poca gente y pasos silenciosos, a través de la calle de la Soledad. Dos obreros
abandonaban el trabajo en el iniciado alcantarillado, idea brillante del
general Macías: Signo de prosperidad. Desde la Plaza de la
Parada pudo ver al vapor “Numancia”
anclado a media milla de la costa. Una barca, con gente del Pelotón de Mar
bogaba hacia el correo. En la plaza, el café de Ferrer, lleno de público, fue
el ultimo signa de vida al caer la tarde. Al entrar en su casa oyó el cañonazo indicador
de que el día había terminado.
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