(Felis leo barbaricus)
Escrito por Francisco Saro Gandarillas en El Periódico Melillense en
junio de 2007.
Recuerdo, en alguno de mis ya lejanos años mozos, haber leído en algún
medio, que no puedo precisar, la noticia de que en un lugar recóndito de las montañas
de Marruecos se había avistado un ejemplar del mítico león norteafricano. Como
no puedo tampoco precisar la época del año en que se dio la noticia no me
atrevo a decir que la misma tuviera la consistencia de las habituales en
periodos estivales relativas a la enésima aparición del monstruo del lago Ness.
Pero en aquella época, según todas las probabilidades, ya no quedaba en el
norte de África un solo león que confirmara tan sorprendente aseveración.
León de
Berbería o león del Atlas o de Nubia fue muycomocido en los circos romanos y él dio al
león el título de "rey de la selva" ya que esta especie vivía entre
bosques de pinos y no en la sabana. Con una longitud aproximada de 3.40 m., una altura de 1.55 m. y un peso
cercano a los 300 kg., esto lo convierte en uno de los mayores felinos que haya
existido.
Hoy, releyendo las interesantes páginas de la “Revista Hispano
Africana”, el hace mucho tiempo desaparecido órgano de la Liga Africanista, me topo
con un interesante artículo del que fue eminente zoólogo Ángel Cabrera
(1879-1960), cuyo título, “Los leones de Marruecos”, nos retrotrae a las
épocas, ya más que olvidadas, en que el rey de los animales se movía a sus anchas
por el territorio vecino.
Leones de Argel
(1872)
En el artículo mencionado, publicado en 1925, Cabrera, insistente
visitante de la zona española de Marruecos, escribe que, según el legendario y
vitalicio cónsul de Inglaterra en Tánger, sir John Drummond-Hay, hacia el año
1839 todavía quedaban bastantes leones en Guelaya, el territorio marroquí más
inmediato a Melilla. Leí la interesante obra de sir John, “Marocco, its wild
tribes and savage animals”, hace unos cuantos años, gracias a la inestimable
colaboración, nunca suficientemente ponderada, del popular Collins, sin la cual
nunca hubiese podido leer el puñado de obras inglesas que durante los siglos XVIII
y XIX se publicaron con relación a Marruecos y, de rebote, a Melilla y su
entorno. Debido a mi mediocre conocimiento de la lengua inglesa no me percaté
entonces de la sorprendente afirmación de Drummond-Hay.
Un cuarto de siglo llevo repasando montañas de papeles de todo tipo,
relacionados con Melilla y el territorio adyacente y jamás pude leer dato
alguno que hiciera referencia a la existencia cercana de leones en época tan tardía.
Esto no es una demostración taxativa de que no los hubiera, pero para mí supone
una prueba más en la presunción de que el gran felino había pasado mucho tiempo
antes al recuerdo.
En 1845, el capitán Alvear, de la guarnición de Melilla, sondeaba a
los rifeños presentes en Melilla, sacándoles toda clase de datos sobre el
territorio cercano, incluida la fauna, y nadie mencionó a los leones.
Ilustración de Gustave Doré para la Caza al león
(1855)
Cierto que hay indicios de que en algún tiempo los leones pudieron
pisar los campos del Rif oriental, tal como puede apreciarse en la toponimia de
la zona, pero no sabemos en que momento aparecieron los nombres geográficos que
los recuerdan y por lo tanto no podemos establecer la época.
En el siglo XVI
La existencia de leones en Marruecos y Argelia está más que
documentada. Es un axioma sobre el que no voy a insistir. En el siglo XVI,
según las referencias aportadas por León Africano y Luis de Mármol, debían
abundar en algunos parajes del norte de África. Según Cabrera, de las plazas
españolas salían a veces caballeros, lanza en ristre, a practicar el deporte de
la caza, deporte que, afirma el mismo autor, se prolongó durante el siglo
siguiente.
Para Mármol, “Descripción general de África, 1573”, se trataba de un
“animal salvaje, recio, animoso y cruel más que otro ninguno”, que atacaba a
toda clase de animales, salvajes y domésticos. Los “señores africanos” los
cazaban a base de lanza y saeta, sacándole de su guarida con el estrépito de
atabales, añafiles y dulzainas, y en muchas ocasiones con serias pérdidas en
hombres y caballos. Mármol cuenta el caso, ocurrido en la kabila de Temesna (territorio
mal definido situado entre los de Chauía y Tadla) en el que un león hirió a
once caballos y mató tres hombres. Situaba a los más peligrosos en la propia Temesna,
en Fez, cerca de Tremecén, y entre Bona y Túnez. El propio autor asegura
–tendremos que creerlo– que en Fez se hacían corridas de leones como si fueran toros,
aunque también afirmaba que si no se le tiene miedo y se le hace frente, no
ataca, lo que, por cierto, es coincidente con algunos otros autores de los
siglos siguientes. León Africano –desconcertante– decía que si un león se
presentaba ante una mujer desnuda, avergonzado, llorando y rugiendo, agacharía
la cabeza y se marcharía. También situaba a los leones más peligrosos en el bosque
de la Mamora, y los más numerosos, aunque también los más cobardes, en un
paraje no determinado llamado Agla que Renou, “Description geographique de l’empire
de Maroc, 1846”, no pudo concretar, situado en las inmediaciones del río Uarga,
entre Fez y Uazan. Cobardes hasta el punto de que por aquel entonces a un hombre
tímido se le decía que era “bravo como los leones de Agla, a los que un ternero
les comería la cola”.
Ilustración de Gustave Doré para la Caza al león
(1855)
Tan abundantes eran en esta época que en 1549 se llegaron a juntar 50
leones, cada uno de ellos capturado por un caid diferente, y sus cabezas se
colocaron sobre una puerta especialmente construida en la muralla de Marrakech.
Uno de los leones vistos por Mármol tenía una altura de más de metro y
medio, y él mismo pudo ver un león disecado en Tarudant de casi dos metros y
medio de largo.
En el siglo XVII
Parece que la fama de cobardes de que gozaban los leones del Uarga les
acompañó en el siglo siguiente, pues un escritor anónimo inglés escribía en
1609 que “la gente del país en el que se criaban más leones, cuando se encontraban
con uno, lo miraban fijamente a la cara con rostro severo y airado,
insultándole y reprendiéndole, haciendo que el león saliera corriendo como un perro”.
Ilustración de Gustave Doré para la Caza al león
(1855)
En 1681, Mouette,
“The travels of the Sieur Mouette in the Kingdoms of Fez and Morocco, 1710”, dice que se capturaban leones utilizando las matmoras (los
silos subterráneos en los que se guardaban las cosechas de grano), en las que
se colocaban ovejas como cebo.
Seguían siendo abundantes, pues Frejus, en 1670, en su viaje desde
Alhucemas, vio leones vagabundeando por las llanuras de Taza, y el corsario
capitán Phelps, capturado por los piratas saletinos en 1685, se topó con varios
leones camino de la costa, cuando escapaba de sus captores.
Su abundancia parece confirmarse porque, según escribe mi ilustrado
amigo Carlos Posac, “Andanzas de un caballero malagueño por tierras marroquíes,
1982”, el historiador portugués Fernando de Menezes afirmaba en su día que en
la ribera africana del Estrecho se cazaban tantos leones en la primera mitad
del siglo XVII que en el mercado de Tánger se vendía la carne para su consumo.
Ilustración de Gustave Doré para la Caza al león
(1855)
En el siglo XVIII
Thomas Pellow hizo el recorrido de Mequinez a Tafilalt en 1735. De su
experiencia salió una publicación, “The story of the long captivity and
adventures…, 1739”, en la que daba consejos a los posibles viajeros sobre como
salir airosos de un encuentro con leones. La primera norma era insultarle, pero
en la lengua del país, no fuera que los animales no entendieran su lengua
materna, con el fatídico resultado que se podía esperar. La segunda, mirarle fijamente
dándole a entender que no se le tenía miedo. El león, atemorizado “se levanta
sobre sus patas, azotándose duramente el lomo con la cola, caminando sobre
aquellas, rugiendo de forma terrible…”; cuando se halla a una cierta distancia
el león volvía a sentarse de cara a la inasequible víctima y el proceso volvía a repetirse, con los mismos
insultos y el mismo talante amenazador; generalmente, a la tercera vez se iba
definitivamente abandonando el campo. Desde luego hay que tener una infinita
reserva de fe para creerse semejante asunto. Aunque Pellow afirme a
continuación: “se que es verdad porque me he visto algunas veces obligado, en
mis viajes a través del país a efectuar el experimento”. La secuencia anterior
es sospechosamente similar a la ya mencionada para el siglo XVII, a cargo del
escritor anónimo de 1609.
Según Budgett Meakin, “The land of the moors, 1903”, por el mismo
tiempo, el doctor Drown decía que, efectivamente, ese era el modus operandi de
los árabes en casos similares, pero añadía que jamás se había encontrado con
nadie que mencionase una experiencia personal con aplicación de tan original
experimento.
Para darle más color a la cuestión, Charant recomendaba aterrorizar a
la bestia flameando un turbante desenrollado como si fuera una serpiente.
Con el paulatino incremento de la posesión de armas de fuego en manos
de la gente, el número de leones fue descendiendo
sensiblemente desde finales del siglo anterior, hasta el punto de que el padre dominico Busnot, enviado por Luís XIV para entrevistarse con Muley Ismael
y negociar la liberación de los
esclavos franceses, reconocía que habían
disminuido mucho en número y sólo se les veía ocasionalmente en sus guaridas del Marruecos central, entre la zona de los Zemmur y Tadla.
Evidentemente estaban mucho más
extendidos, como veremos después.
Durante el siglo, los leones eran habitual objeto de regalo de los
sultanes de Marruecos a los monarcas europeos. En 1785 Mohammed ben Abdallah
envió al rey de España, entre otros animales, un león y una leona.
El cirujano Lempriére hizo un viaje a la corte magrebí en 1789 para curar
a uno de los hijos del sultán de una afección a la vista. De su relato
posterior, “A tour from Gibraltar to Tangier, Sallee , Mogodore,
Santa Cruz, Tarudant, and
thence over Mount Atlas to Morocco…, 1791”, se extrae que el Atlas, por donde cruzó camino de Marrakech, estaba
lleno, no solo de leones, sino también de tigres (¿), lobos, jabalíes y
serpientes monstruosas; eso sí, siempre ocultos, pues solo salían cuando el
hambre les acuciaba. El propio Lemprière dice haber avistado un tigre en las
cercanías de Tarudant, aunque durante su paso por el Atlas solamente vio unas
águilas de tamaño descomunal.
El conde Potocki, por la misma época, daba la versión más verosímil en
cuanto a la existencia de leones, situándolos en el bosque de la Mamora, cercano
a Mehedía, bosque que evitó en su camino por la costa, aunque él mismo reconoce
que no eran muy peligrosos dada la abundancia de jabalíes en la zona, bien
protegidos por su naturaleza impura según la ley musulmana, pero magnífico manjar
para los leones, permitiéndoles estar bien alimentados.
La existencia de leones y jabalíes en la Mamora fue confirmada, algunos
años más tarde por el teniente de la marina real inglesa Washington, quien
viajó por gran parte de Marruecos durante el invierno de 1829 a 1830.
En
el siglo XIX
Los leones magrebíes eran muy selectivos en su alimentación. Varios
son los autores que remarcan que, por ejemplo, no les apetecía la carne de
judío. Esta particularidad propiciaba que fueran judíos los encargados de
vigilar jaulas y fosos de los leones en cautividad. Según el geógrafo
Malte-Brun, “L’empire de Maroc, 1813”, en ocasiones algunos judíos eran arrojados al foso de las fieras, como
Daniel, sin que ocurrieran desgracias irreparables. Bien es verdad, añade el
francés, que sus correligionarios encargados de los grandes felinos, procuraban
tener bien alimentadas a las bestias por si acaso.
John Buffa, médico británico en Gibraltar, que estuvo en Marruecos en
1806, añade que no solamente los judíos, si no que también pasaban de mujeres y
niños. A Buffa le contaron la llamativa historia de un judío a quien el pérfido
Muley Iazid había arrojado a los leones, que llevaban sin comer un día entero,
y que las fieras ni siquiera lo tocaron; a continuación les echaron una
vaquilla y la devoraron a gran velocidad.
Es difícil determinar el número de leones que podía haber en el norte
de África en aquella época; posiblemente, al menos hasta la llegada de los
franceses, fueran más abundantes en Argelia.
Las noticias sobre leones son siempre fragmentarias y cuanto más
precisas más dudosas.
El geógrafo Graberg de Hemso, que fue agente general de Suecia en
Marruecos por el año 1818, asegura, “Specchio
geografico e statistico dell’Impero de Marocco, 1834”, que
en aquella época, leones y panteras solían bajar desde las montañas de Beni
Arós hasta las mismas puertas de Larache.
Nos cuenta el coronel Carrillo, presente en Tánger, en informe
manuscrito, “Apuntaciones generales sobre el imperio de Marruecos, 1828”, que los cónsules de la ciudad temblaban ante la posibilidad de que
el Sultán les diese, para sus soberanos, alguno de los cuatro jóvenes leones
encerrados en la alcazaba, cada uno de los cuales consumía once libras de carne
diarias, que, como era de esperar, pagaban por turno riguroso los judíos de la
plaza.
De esta época nos queda como recuerdo gráfico, el conocido cuadro de
Delacroix, “La chasse des lions au Maroc”, fruto
fantástico del viaje que el pintor realizó por el país magrebí en 1832.
Parece digno de crédito lo que escribe Sir John Drummond–Hay, que mató
un león en las cercanías de Tánger en 1846. Esta hazaña se la volvió a contar
el cónsul personalmente a los naturalistas Hooker y Ball en 1871; el propio
Hooker, “Journal of a tour in Morocco and the Great Atlas, 1878”, dice que “no estaba preparado” para oír tan singular (y
preocupante) historia, teniendo en cuanta que ambos se disponían a penetrar en
Marruecos en busca de plantas y minerales.
Más difusa es la información de Gatell, a quien mostraron huellas de
leones sobre la arena del Sus. A partir de entonces las noticias sobre leones
se moverían entre lo especulativo y lo fantasioso. Son cada vez más los
viajeros por el territorio magrebí, sin que de estos viajes se desprenda
experiencia personal alguna al respecto.
El clérigo León Godard (1858), buen conocedor del país (aunque
actualmente vituperado por su supuesta visión parcial y eurocéntrica de la
realidad) , los limita, “Le
Maroc,
1859”, a las soledades boscosas, poniéndoles como
casi extinguidos en la zona septentrional.
En 1876, el viajero Leared, “Morocco and the
moors, 1876”, aseguraba que ya nadie hablaba de leones en
Marruecos, restringiendo a las montañas del Atlas
a los escasos
supervivientes.
También la imaginación contaba lo suyo; el capitán Phillips Durham
Trotter, “Our misión to the court of Marocco, 1881”, que acompañaba a Sir John en una misión diplomática en 1880,
confesaba su nerviosismo cuando escuchaba a uno de los integrantes del grupo,
Boomgheis, que había oído rugir a unos leones en la zona de Uazan. Su
compatriota, el pintor Montbard, “Among the moors, 1889”, refiriéndose a su viaje por Marruecos en compañía del célebre
periodista Walter Harris, consideraba como “un asunto
muy serio”, el que Harris les avisara de que había un león
rondando por los alrededores. Era una de las clásicas bromas del travieso
periodista.
Tanto el “Nouveau Dictionnaire de Geographie Universelle (1887)”, como
la “Geografía Universal” del geógrafo Reclús (1889) informaban de que los leones marroquíes
existían principalmente en las montañas del Rif, “en
las cercanías de la frontera argelina”; es decir,
no lejos de Melilla, cosa absolutamente inverosímil.
En la cercana Argelia, los franceses, principalmente representados por
el celebrado oficial de spahis Jules Gerard , el llamado “tueur
de lions”, hicieron desaparecer a gran velocidad el censo
de leones. Un tipo como Gerard, aplaudido y envidiado en su tiempo, con una
estatua en el centro de su ciudad natal, pasó a la historia por haber matado 25
leones en once años, dejando grandes zonas del país despobladas del felino.
Daudet tomó su figura como ejemplo para su personaje del Tartarín. Todo parece
indicar, sin embargo, que sobrevivieron más leones en Argelia que en Marruecos,
y en 1880, escribe Ángel Cabrera, todavía se cazaron en aquel país 16 leones. En
aquel año, según le contaron viejos cazadores indígenas al zoólogo, ya no había
leones al norte del río Bu
Regreg y en la zona de Taza. Los pocos que quedaban se hallaban en
parajes recónditos del Atlas.
¿En
el siglo XIX?
No sabemos con certeza cuando desaparecieron para siempre los leones
norteafricanos.
Las referencias al rey de los animales se difuminan y se pierden.
El comandante Cos–Gayón, que en la campaña del Rif de 1909 tuvo un
cierto eco, decía a principios de siglo, “Algunos
datos referentes al imperio marroquí, 1902”, que
por selvas sombrías, y sobre todo por las del mediodía del Atlas y las montañas
del Rif pululaban leones, panteras, chacales, osos, jabalíes y lobos. Pero todo
parece indicar que la información estaba sacada de datos muy anteriores.
Cousin y Saurin, “Le Maroc, 1905”, establecidos en Tánger, mantienen igualmente que el león se
encontraba frecuentemente en el interior, sobre todo en el macizo del Rif y en
el Atlas, pero si quedaba alguno, solo parece probable que estuviera en el
Atlas, pero no en Rif.
Alguno es posible que quedara si nos creemos lo que el depuesto sultán
Muley Hafiz, establecido en España, le contó al mencionado Ángel Cabrera: que
durante su reinado (1908-1912) aún quedaban algunos leones en los montes de los
Zaián y entre los Beni Mguild. Probablemente eran los últimos, y tras la
llegada de los franceses, algunos de los numerosos aficionados a la caza mayor
del país vecino, émulos de Gerard, acabaron con los últimos ejemplares de una
especie animal feroz y altiva que conoció mejores tiempos en el norte de
África.