sábado, 10 de octubre de 2015

Paseando por el barrio de Medina Sidonia

Publicado por: Francisco Saro Gandarillas en Prensa-3, n° 8, 9,11 y 12, 1983-1984.

No hay duda de que el nombre de Medina Sidonia no ha tenido fortuna en el habla coloquial del melillense de  hoy. Y no porque el apellido no lo merezca, pues no en vano aquel duque famoso fue el impulsor de la conquista de Melilla hace ya una buena cantidad de años. Sin embargo, acostumbrado desde siempre a llamar Pueblo o Melilla la Vieja al recinto alto de la ciudad, el acuerdo del Ayuntamiento republicano de poner el nombre oficial de Medina-sidonia a éste ha quedado inoperante ante el hecho consumado de que la gente se guía más por lo tradicional que por lo oficial.
Tengo la impresión de que el cariñoso nombre de Pueblo dado por el común al barrio no se corresponde hoy día con un aprecio general por éste, quedando, en mi equivocada opinión, circunscrito a su apelativo vulgar sin que el interés pase más allá de este protocolo.

Melilla la Vieja
El barrio dormita solitario y olvidado, sumido en un olvido creciente, sujeto de una indiferencia que debía ser preocupante al traducirse en un abandono generalizado por parte de todos. Cada vez menor población y edificios en deterioro progresivo, tengo que pensar que su provenir no se presenta nada halagüeño si un milagro, o lo que es mejor, la voluntad expresa de la gente dispuesta a impedirlo no intervienen a tiempo a salvar un lugar tan recoleto y entrañable. 
Un paseo por el achacoso barrio es ejercicio saludabilísimo para la mente y para el cuerpo. Sumergirse en el espíritu cuasimediaval de sus vetustas ruas; recorrer con buscado paso cansino las antañosas murallas pisando adarves inexistentes; escuchar -el que sepa escuchar- las misteriosas psicofonías salidas de sus piedras venerables dejando volar la imaginación hacia el pretérito, son pruebas personales que puede hacerse consigo mismo para saber definitivamente si uno ha perdido toda la sensibilidad para apreciar el sabor del legado del pasado. 
Se puede comenzar a andar desde la Puerta de la Marina. Donde antaño varaban los faluchos hoy pueden aparcar los vehículos; en ambos casos, marca el momento en que es preciso conducirnos a nosotros mismos.


Puerta de la Marina 
La Puerta de la Marina es una entrada sobria para un barrio desprovisto de todo barroquismo, como corresponde a un lugar que sabe más de privaciones y necesidades que de abundancias, que no cuadran en un recinto hecho para defenderse de acosos, asedios y actos hostiles de los que no faltan en ninguno de los casi cuatrocientos años de apretada vida entre murallas. Esta puerta puede ser un buen punto de inicio para nuestra peregrinación por el Pueblo. Puerta de la Marina, que conservaba con apreciable detalle el espíritu de su construcción allá por 1796. Obra tardía heredera de aquella otra puerta, también llamada de la Marina, con su foso y su puente levadizo, para aislarla de los audaces y belicosos cabileños siempre con ganas de gresca. La puerta, hasta no hace muchos años quedaba oculta a los ojos del curioso por algunas desastradas edificaciones; flanqueada por el cuartel de la Compañ.la de Mar su perspectiva se difuminaba engullida por las construcciones aledañas Hoy, desembarazada de aquéllas, unos árboles frondosos, que alguna mente poco sensible mandó plantar, la ocultan a los ojos del público. 
Algo se ha mejorado con el cambio, pero personalmente opino -no sé si con razón- que los árboles pueden ser sustituidos con ventaja por pequeños arbustos en flor o en su defecto, por unos simples jardincitos, dejando libre la compacta estampa de la vieja puerta, antaño casi lamida por las olas que venían a morir a la playa al pie de las murallas, hoy separada del mar por unos cuantos metros de cemento, alquitrán y piedra. 
Punto crucial en la defensa de la plaza por ser lugar de esperado ataque enemigo, se encuentra flanqueada a su izquierda por el Torreón de la Cal que la defiende de un adversario inexistente, antaño insistente.

Desembarcadero de la Marina 
Su debilidad se acentuaba por el hecho de que los desembarcos de gente y material debían hacerse precisamente junto a la puerta, en el único y precario sucedáneo de puerto que entonces había y que mejor o peor conservado, más lo último que lo primero, permaneció a lo largo de algunos siglos. Otros desembarcaderos, como los de la Florentina y San Jorge, tuvieron vida más bien efímera, peligroso el uno, de roca bravía, cegado por las arenas el otro, invadido por la tenaz insistencia del Rio de Oro. 
Para defender punto tan importante de los fuegos inesperados del enemigo fronterizo, se construyó en 1793 la Batería de San Luís de la Marina; construcción tardía para una época en que el permanente asedio anterior comenzaba a ser sustituido por una hostilización discrecional, según el estado variable del humor cabileño. A la derecha, bajo el torreón de San Juan, el fuerte de San Antonio de la Marina; construcción más vieja y sin duda más inoperante, defendía el desembarco de hombres y bagajes de no sabemos bien que peligro; quizá protegía los que se hadan ocasionalmente por el desembarcadero de la Florentina. De ambos ya no queda nada, derribados a finales del pasado siglo, el uno para la construcción del muelle civil, el otro para la del muelle militar, y estos dos, a su vez, tapados al construirse más tarde los muelles actuales. De todas estas viejas piedras, sólo la Puerta de la Marina se levanta erguida a resguardo -por el momento- de la piqueta voraz.
La subida por la cuesta de la marina, hoy con escaleras, antaño rampa empedrada, es ciertamente penosa para quien ha perdido el hábito de las alturas, pero no lo suficiente para desdeñar visitas más frecuentes al barrio. A medida que, con pasos cortos y cansados, con la mirada fija en el suelo secular y secularizado, atravesamos el túnel de la Marina, nos vamos distanciando del siglo presente para penetrar en un mundo indefinido con matices extraídos de los siglos XVI al XVIII. Algunos de los disparates que se han hecho con varias edificaciones del pueblo no son suficientes para oscurecer la impresión que produce un conjunto urbano que conserva sin apenas variaciones la misma disposición en sus calles y casi los mismos nombres. Evidentemente no son los mismos edificios, pues éstos han ido cayendo en el transcurso de los años desplomados por la vejez, los terremotos o -timbre de gloria- las bombas enemigas. Sin embargo, los existentes en la actualidad podían ser, en su mayoría datados en los siglos anteriores pues conservan ese aspecto neutro que caracteriza siempre a las viviendas modestas a las que, con buen criterio, no se ha producido adaptar a los tiempos modernos. Algunos -qué duda cabe- no pueden negar su año de nacimiento; otros, los más, pueden datarse en cualquier época y momento. 
Desde la calle de la Maestranza, hoy mal llamada Plaza de los Aljibes, vacilamos sin saber si girar a la izquierda hacia el túnel de Santa Ana que nos llevará a lugares de más clara significación castrense o continuar a la derecha camino de la Melilla medieval. La duda se desvanece, pues el paseo tiene prioridades indiscutibles y en un orden lógico la secuencia debe de partir del más remoto pasado para llegar al más próximo presente. 
A la salida del túnel de la Marina nuestra atención se detiene en cuatro modestas puertas de madera que se destacan sobre la frontal pared de piedra de sillería. Son los -famosos aljibes, la más importante obra de ingeniería de la Melilla histórica, al menos en mi modesta opinión.
Aljibes de las Peñuelas 
Sobrecoge el ánimo asomarse al vado espacio interior de la gigantesca obra. Una prueba definitiva de los esfuerzos tiránicos de aquellos españoles -pocos- que, con más fe que medios, tuvieron que corregir las deficiencias de un clima y una naturaleza que dejó a Melilla escasa de lluvia y, como consecuencia, escasa de agua. Desde siempre la única fuente existente dentro de las murallas ha sido la de la plaza de Armas; hoy cegada, primitivo venero que en su día imaginamos debió llenar las resecas ánforas de los primeros fenicios llegados por estas tierras. Única fuente históricamente conocida, dio su escaso caudal hasta hace relativamente pocos años, conocida como la primera fuente del Bombillo. Los aljibes constituyen que es preciso ver para creerlo. ¿Cuántos son los melillenses que no han visto jamás esta sorprendente obra de ingeniería? No hay duda de que sus piedras fueron labradas por consumados maestros canteros, quizá llegados de Transmiera en las montañas santanderinas, canteros que se comunicaban entre ellos hablando un extraño argot llamado “Pantoja” para que nadie aprendiera sus particularísimos conocimientos sobre la piedra. ¿De dónde trajeron la piedra? En ella dejaron sus extraños símbolos, pues percibían una cantidad por piedra labrada; al estar cada piedra señalada con el emblema personal de su autor no habla más que contar las piedras y multiplicar por la cantidad pactada. Junto a estos raros signos se ven las huellas dejadas por las bombas caldas durante el sitio de 1774, bombas que apenas han arañado el compacto muro conservado hasta hoy en buenas condiciones. Una señal dejada por la antigua rampa de subida a la plaza nos indica que no hay obra grandiosa que no sea perecedera si el hombre está dispuesto a destruirla. 
A la espalda, la vieja Maestranza de Ingenieros, hoy cuartel de la compañía del Mar, aparentemente embutida en la muralla. Dentro de sus locales se maduraron y proyectaron casi todas las obras hechas en Melilla en los dos siglos anteriores al nuestro, sobre todo, desde la creación de las juntas municipales y de arbitrios, ya en pleno siglo XIX; en aquellos embriones de ayuntamiento el Comandante de Ingenieros era por disposición reglamentaria arquitecto municipal. Don Francisco Roldán, Don Aurelio Alcón y don Eligio Souza fueron algunos de aquellos -hoy anónimos- ingenieros que con su ya olvidada labor contribuyeron al progreso de la Melilla finisecular. Alguien y algún día, habrá que sacar del olvido el trabajo de estos ingenieros militares que, sin más satisfacción que el deber cumplido, dejaron huella permanente en algunas de las obras que aún, un siglo más tarde, perduran en Melilla. 
La subida por la Maestranza y a continuación por la cuesta de Peñuelas, frente a los antiguos depósitos de víveres, sigue siendo ciertamente penosa para quien haya perdido la agilidad de los años jóvenes, pero el placer de rememorar la vieja Melilla compensa con creces el sufrimiento de la premiosa escalada.
Parafraseando al poeta medieval: “¿de aquellos sólidos depósitos de víveres, qué se fizo?”. Hoy cuartelillo de la Compañía del Mar también, un viejo general, poco dado a la conversación de reliquias del pasado, levantó sobre ellos lo que sería el pretencioso teatro Alcántara. Hoy, con el renovado gusto por las venerables “piedras viejas”, en pleno “revival” neorromántico, se nos ocurre pensar que la idea no fue buena, deplorando que los antiguos almacenes no se hayan conservado tal y como los construyeron nuestros ancestros hace más de dos siglos. Pero cómo se suele decir “alguien vendrá que bueno te hará”, casi echamos de menos al antiguo teatro pensando en la reforma sufrida por el caserón decimonónico para ser metamorfoseada en actual vivienda del Capitán General, edificio fuera de lugar, enorme dado blancuzco que destroza sin compasión toda la equilibrada perspectiva de Melilla la Vieja. ¿Tiene arreglo tamaño desaguisado? Algún intento ha habido de solucionar el entuerto; pero me temo que sin consecuencias apreciables. 
Cuesta de Peñuelas. ¿Por qué Peñuelas? No he podido saber el origen de este nombre que, por cierto, se repite en otras ciudades españolas; pero cuyo significado se escapa a mi tal vez corto entender. La última parte de la cuesta, dejando a la derecha el callejón del Moro, se ha convertido en escaleras, obra más bien moderna, pues de siempre la cuesta fue siempre cuesta. Las escaleras han cortado por la mitad la pendiente que otrora terminaba enlazando con la calle de San Miguel. Con ella entramos en la Plaza de los Aljibes auténtica.
Calle de San Miguel 
La calle de San Miguel es la más característica del Pueblo; constituye lo que en los pueblos castellanos se llama calle Mayor. Arteria principal de la heterodoxa red viaria de Melilla la Vieja, conserva el mismo carácter medieval que el resto de sus calles, sin que parezca haberle afectado demasiado los sucesivos intentos de alineación que se han sucedido a lo largo de su historia. Hoy parece que se vuelve a intentar y probablemente sin éxito lo que no debe ser motivo alguno de desánimo, pues todo el Pueblo con su anárquica construcción arterial conserva un inequívoco estilo que nos aleja en el tiempo hasta donde queramos. La calle de San Miguel, como las demás, sólo se ha movido en altura y no con exceso; en anchura, apenas ha variado. Hace un centenar de años casi todos sus edificios eran de planta baja, achaparrados; por supuesto no por voluntad del vecindario que malvivía apretado en un recinto insuficiente, sino por esa lógica maldición de las necesidades militares que obligaba lo mismo a hombres que a edificios a vivir cuerpo a tierra, sin dejar que el propio instinto de supervivencia marcara las alturas.
En el momento en que el campo exterior quedó asegurado tras la campaña de Margallo, los edificios comenzaron a crecer, con timidez unos, con altivez otros; pero siempre sin exagerar, sin perder la compostura, sin alterar su esencia tradicional. La calle se conserva, pues, casi inalterable desde los tiempos más lejanos, gracias a que sus moradores no se anduvieron con sutilezas urbanísticas más propias de tiempos actuales; bástate tuvieron con sobrevivir a los malos tiempos que fueron casi todos. 
El nombre de la calle parece provenir de una antigua ermita dedicada a San Miguel, ermita cuya localización no está bien delimitada, si bien en un plano de finales del siglo XVII parece indicar que se encontraba a la derecha de la calle en lo que hoy es -sic transit gloriae mundi- aparcamiento de vehículos en un recinto en el que estos artefactos resultan anacrónicos. 
No toda la calle estuvo constituida de viviendas en todo tiempo. Algunos huertos se conservaron hasta época tan próxima como 1870 en la que la Comandancia de Ingenieros aún conservaba un pequeño huertecillo desaparecido poco tiempo después sustituido por una vivienda. Otros huertos de la plaza fueron desapareciendo a medida que el siglo fue avanzando y la población en progresivo aumento. 
Aún cuando no dispongo de datos suficientes para aclarar esta cuestión tengo que suponer que, a juzgar por lo que fue desde mediados del siglo XIX, anteriormente a estas fechas la calle debió ser punto principal del comercio y centro vital de relación ciudadana. Todo ello, ni que decir tiene, dentro de la modestia previsible en una plaza de escasa entidad donde antes de 1860 no podemos imaginar que la vida tuviera grandes alicientes. El Conde de Gimeno, quien vivió en Melilla en 1855 con su padre, militar de la guarnición, la calificaba de “monótona y aburrida”, sin apenas más distracciones que el movimiento de presidiarios, la instrucción de los soldados en la Plaza de los Aljibes y el paseo cotidiano por la calle de San Miguel. Sabemos que esta calle era lugar de paso obligado de las procesiones religiosas, no escasas, y paseo tradicional de todos los parroquianos tras la misa del mediodía de domingos y festivos en la Iglesia de la Concepción. 
Por aquellas fechas -mediados de siglo- se abre en la calle de San Miguel la tahona de Fernando y Amalio Valderrama, que sin duda debió ser de las primeras industrias establecidas en Melilla; con ella se rompía el monopolio de la confección de pan a cargo de Administración Milita. No muchos años más tarde abrirla su almacén de artículos variopintos José Salama quien iniciaba así su ascendente marcha hacia la primada en los negocios de Melilla. 
El estirón definitivo se da después de la guerra de Margallo, en 1893. La calle se convierte en escasos días en un auténtico centro comercial de primer orden de la plaza, sin olvidarnos de lo que era posible en una ciudad de apenas cinco mil habitantes. 
En la calle se establece la sastrería de los hermanos Sánchez -en el número 11-, la confitería de Diego Moyana, en la popularmente llamada Casa de la Palma por una palmera que tenía en su trasera, casa muy antigua que se hundió de puro vieja en 1928; también la confitería de Ruiz abrió sus puertas, hasta que años más tarde pasó a la entrada del Parque Hernández; el importante establecimiento de David J. Melul, la Estrella Oriental, donde era difícil no encontrar lo que se buscaba, y que desapareció como tantos otros en 1909 como consecuencia de la expansión urbana; el de tejido de su tío, Salomón Melul, la fotografía de la Viuda de Aguilera, junto a la farmacia militar, cerca ya del arco que da a la Iglesia, en donde se hacían retratos “aunque lloviera o hiciera viento”; la farmacia civil de los Navarrete, en el número 9, y, en fin, tantos otros establecimientos que conjuntamente con los anteriores debieron dar a la calle una impronta característica en rudo contraste con el silencio actual y, lo que es peor con el abandono que una desdichada vuelta de espaldas a la vieja Melilla está condiciendo a ésta a un punto de no retorno en el que las dificultades de su recuperación harán invisible cualquier intento de resucitar lo que -hoy- está clínicamente muerto o, al menos, siendo optimistas, en los tramos finales de su agonía.
Desde que la inevitable expansión de Melilla hacia el campo exterior obligó al comercio a desplazarse, vía Mantelete, hacia los nuevos puntos neurálgicos de la actividad ciudadana, la calle de San Miguel inicia un declive comercial y social que paulatinamente la fueron sumergiendo en el sopor clásico de las calles reducidas a simples viviendas. Sin embargo ello no le hizo perder su sabor tradicional que ha conservado casi hasta nuestros días en que su desmoronamiento progresivo, ya en gran parte convertida en solar baldío, la ha transformado hasta resultar irreconocible. Sus escasos habitantes se pliegan ante lo inevitable con ese fatalismo triste de quien le falta prepotencia personal para oponerse al destino; la humildad de sus vecinos, faltos de apoyo del gran público ajeno a la tragedia parece predestinar a la calle de San Miguel a una desaparición definitiva tras quinientos años de vida honorable. ¡Ojalá el destino de Melilla no vaya ligado al del Pueblo!.

Calle de la Soledad 
Nuestros pasos pausados nos llevan con atracción muy explicable hacia le recoleta calle de la Soledad desde la entrañable plazuela del Veedor. Calle corta pero sabrosa, de nombre exacto, ajustado; donde si uno escucha con atención concentrada pueden oírse psicofonías lejanas de ruidos de espadas que entrechocan, de juramentos ahogados y ayes lastimeros, invisible retablo de duelos nocturnos que no debieron ser raros en la Melilla de los Austria, entre una guarnición corroída por la miseria y el abandono secular, prestos sus integrantes a saltar en defensa de su honor por cualquier minucia.
La corta dimensión de la calle la ha conservado hasta hoy en no malas condiciones no sabemos por cuánto tiempo. Fue siempre lugar de población escasa, apenas turbada por lo mercantil. Solamente, que yo sepa, hubo en el número 1, allá por 1880, un café, el café de Moyano, de no larga vida al transformar D. Diego el negocio en confitería traspasándolo al número 24 de San Miguel.
La calle de la Soledad es paso obligado, por su atracción particular y por ser atajo, hacia la Plaza de la Parada. Por ella pasamos desde la Melilla encerrada en sí misma a la Melilla que asoma al mar. La Plaza de la Parada es el balcón de la Melilla centenaria al mar Mediterráneo. Balcón amplio que se prolonga a ambos lados hacia el faro y hacia el inacabado Torreón de las cabras abarcando vistas extensas que abren en abanico toda la amplia perspectiva marítima desde el cabo de Tres Forcas a Ras Quiviana, e incluso en días despejados hasta Ras Quebdarta (cabo de Agua). Aunque sólo sea para solazarse en la tranquila noche del Pueblo, la visión nocturna del puerto desde tan excepcional mirador merece un paseo ocasional del que nadie sale defraudado.

Plaza de la Parada
El nombre de Parada nos remonta épocas apartadas varios siglos de nosotros y nos indica que allí debían hacerse las formaciones militares habituales de honores y revistas, hasta que años más tarde pasaron a celebrarse en la plaza de los Aljibes mejorando el marco del acontecimiento militar. 
La plaza de la Parada se cierra a espaldas del frente marítimo con una serie de edificios entre los que sobresale el singular edificio del Hospital Real complementado, en el centro, por la casa de Ferrer y. cerrándose, en el inicio de la bajada de la Florentina, con unas viviendas' de porte indefinido. 
La casa de Ferrer, enorme, desproporcionada con el entorno arquitectónico, constituye, con algunos otros edificios del Pueblo, una prueba de que los excesos en altura no han beneficiado en nada al compacto urbanismo del recinto. Levantada a finales del siglo pasado por Manuel Ferrer Torán, de quien ya dimos alguna referencia en reseñas anteriores, en mi opinión le sobran algunos metros de altura, contrastando en demasía con los edificios adyacentes. Atalaya sobre atalaya natural del promontorio, su exagerada mole destruye la perspectiva global de la ciudadela, obsesionando al navegante ocasional que desde los confines del mar se va acercando a nuestra ciudad. 
Antes de su construcción, los edificios, pobres, de ese lugar apenas se atrevían a despegar del suelo desde mediados del siglo pasado, casas y barracas se amontonaban en la Plaza acogiendo a una población en alza, lenta pero constante, que debla alojarse en un recinto donde las necesidades militares impedían levantar edificios de más de una planta. Cuando cambian las circunstancias y ya no es necesaria tanta precaución, Melilla la Vieja se salpica de edificios de tres plantas, gigantescos, arrogantes; pero todos ellos fuera de sitio. Entre ellos el de Ferrer, en su base, dando a la calle de San Antón, se reabre el popular café de Ferrer;  trasplantado desde su anterior emplazamiento en la calle de San Miguel. Los parroquianos habituales desplazan el centro de gravedad de la chismorrería local hacia este punto, preferido, sobre todo, de los hijos de Melilla, pues no en vano la familia Ferrer era de las más antiguas de la ciudad, registrándose la llegada de Manuel en 1858. Habiendo transcurrido cuatro o cinco generaciones, ellos si pueden llamarse “de Melilla de toda la vida”, frase habitual en esta ciudad pero ciertamente falsa, pues solamente unas pocas familias, que puedan contarse con los dedos de una mano, se han conservado en línea directa paterna y materna hasta hoy. El resto, de las Campañas hacia acá. 
A la izquierda de la casa de Ferrer, salvando la entrada de la calle de San Antón, 1-a plaza se cierra con unas anónimas viviendas descaracterizadas y, por ello precisamente, idóneas para el recinto. Antes fueron dependencias militares, y en la que hace esquina con la bajada de la Florentina, estaba uno de los dos palomares militares que hubo a principios de siglo y que tan destacada actuación tuvieron durante la campaña de 1909.

Hospital Real
El Hospital Real, edificio que cierra al otro lado de la Plaza el ángulo nordeste del barrio, es, por  su historia y su notable construcción, elemento destacado dentro de los edificios que componen la piña urbana de Melilla la Vieja, aunque su gran deterioro actual no haga sospechar tal circunstancia. Sucesor de los primitivos hospitales de las calles de la Concepción y de la Iglesia, comenzó a prestar sus servicios durante la campaña de 1774-5, servicios ininterrumpidos hasta el final de las campañas últimas en Marruecos. El tiempo inmisericorde y el abandono oficial han hecho que se encuentre en un penoso estado de conservación sin haberle sabido dar el empleo necesario para su permanencia en activo, aún cuando sus características interiores le hacen apto para diversas utilizaciones. Al parecer, la buena voluntad y el esfuerzo coordinado y combinado de las actuales fuerzas locales culturales (Delegación de Cultura, Ayuntamiento, MOPU) van a intentar salvar de la piqueta a tan entrañable edificio. Una vez salvado, habrá que darle una aplicación y, en ese caso, habrá también que vencer la incomprensible pereza de sus posibles usuarios. Pereza y desidia se combinan al unisonó en esta Melilla de nuestros días, para que el Pueblo esté muy falto de visitantes “recomendables” y de gente dispuesta a revitalizar el auténtico corazón pulsante de nuestra ciudad, donde, queramos o no, se mantiene, hoy casi apagado, el fuego sagrado del melillismo militante. Fuera de aquí, pura supervivencia material. 
Si como edificio el viejo hospital merece ser recuperado, como hospital en funciones no mereció siempre los plácemes de sus presumibles usuarios. La serie de lamentos suspirando por un hospital en mejore condiciones que el Real, se alarga hacia atrás en el tiempo hasta más de un siglo. Usado indistintamente para personal militar y civil sin distinción de personas, oficios o cargos, su promiscuidad heterogénea hizo suspirar año tras año por un auténtico y autónomo hospital civil, idea largamente acariciada pero nunca llevada a cabo. 
A principios de este siglo era drásticamente rechazado por la colectividad local que no podía pagarse una atención médica a domicilio, y considerado por todos como símbolo, lóbrego, sucio, húmedo, arcaico, pestilente e insuficiente, entre otras lindezas. Pero no hubo otra alternativa hasta la puesta en función del hospital de la Cruz Roja, ya iniciada la campaña de 1921, hospital que, como el Real, también ha hecho correr largos ríos de palabras y letras impresas. El hospital siguió cogiendo a personas de toda condición, especialmente, soldados y menesterosos, con sus salas repletas de enfermos infecciosos, palúdicos y venéreos, tres tipos de enfermedad extendidas profusamente por la localidad. No rara vez hacían uso de sus instalaciones algunos cabileños cercanos, gracias a la generosidad de las autoridades de la Plaza; tanta atención por parte de nuestras autoridades locales no impedían que una vez vueltos a su cabila volvieran su fusil contra quienes les habían favorecido con su amabilidad y atención. Entre los alojados en él estuvieron el Cabo Moreno, fallecido a pesar del interés de los médicos, y el célebre Schaldy, más tarde furibundo enemigo de los españoles como lo habla sido anteriormente durante la guerra de Margallo. En esta época prestaba sus servicios, como médico del hospital el entonces Teniente médico Mariano Gómez-Ulla, célebre años más tarde por sus intervenciones en las campañas, lo mismo que lo fueron los médicos Bastos Noguera y Pagés. Hoy, el hospital está silencioso a la espera de ser salvado por el espíritu generoso de quienes están convencidos de que con su restauración se salva algo fundamental en el patrimonio histórico de la ciudad. 
Bajo el viejo hospital se encuentran las cuevas del Hoyo de la Cárcel, usadas doscientos años ha como polvorín, y almacén del hospital. El nombre de Hoyo de la Cárcel debe referirse a alguna de las no raras explosiones que tuvieron lugar en su tiempo cuando en la zona se almacenaban pólvoras, de las que se sabe producían enormes daños en la fortificación. 
Desde el mismo hospital se accede, por una galeria quizá resto, a su vez, de viejas explosiones, hasta la puerta del Socorro, tapiada desde 1874, cuya puerta al mar embravecido; hoy sus servicios son inútiles, otrora, sin embargo, muy necesarios.
Por ella se entraba a la ciudadela cuando la hostilidad furiosa de los fronterizos impedían el normal desembarcar por la playa de la Marina. Sin duda la recuperación de esta zona irá también unida a la del Hospital Real.
Bajo la Plaza de la Parada, insospechadamente, se conservan las cuevas del General, perforadas lo mismo que las del Hoyo de la cárcel y bajada del Socorro, a finales del siglo XVII, sirviendo en sus inicios para alojamiento seguro del Jefe de la guarnición y sucesivamente almacén de efectos, pólvoras y subsistencias; sin perder su carácter permanente de refugio protector del personal no combatiente durante los sitios, fuera de la mirada atenta del insistente enemigo ocasional y de sus fuegos de cañón. Estas cuevas de la Parada se han habilitado hoy, con muy buen criterio, para sede de un organismo recreativo, ejemplo que pudiera seguirse con otros lugares del viejo recinto, dándoles una utilidad y contribuyendo así a su conservación. 
No sabemos desde cuando conservan las murallas y torreones frente a la Parada su fisonomía actual. Parece evidente que han debido sufrir modificaciones a lo largo de los años. Si sabemos que a mediados del siglo XVI aún no estaban terminadas las murallas; más tarde el tiempo, las explosiones y los terremotos han obligado a construir y reconstruir varias veces torreones y lienzos, sin que este continuo caer y levantar hayan, sin embargo, desfigurado su imponente aspecto medieval.

Torreón del Bonete 
El Torreón del Bonete o del faro desapareció de una explosión acaecida en 1728, repetida en 1752; tras esta última fue reconstruido en forma diferente a las anteriores. En él se halla situado el faro de Melilla sobre el mismo lugar en que, a mediados del siglo pasado, se situaba el vigía de mar encargado de avisar la llegada de los barcos, especialmente del correo, único e intermitente cordón umbilical que entonces unía Melilla con la Península. El síndrome del correo es descrito por varios de los antiguos vecinos de la plaza, para quienes la sensación de aislamiento producía verdaderas distonías neurovegetativas entre la población, por lo que la llegada de correo, el viejo vapor renqueante, producía auténticas explosiones de júbilo popular. No olvidemos que en aquella época el barco arribaba a Melilla cada quince días. El vigía avistaba pacientemente el horizonte con su anteojo con el objeto de avisar con tiempo la fausta noticia, y todo el personal, autoridades en cabeza, estuviera dispuesto en el puerto para la recepción; desde entonces se ha conservado el nombre de “anteojillo” para la zona inmediata al faro, ya solamente en boca de algunos, pocos, veteranos de la ciudad. Podemos imaginarnos a los taciturnos y recelosos habitantes de la Melilla decimonónica sin otra diversión local, fuera de las fiestas de septiembre, que la llegada por mar de las noticias traídas por el “Espartano” o el “Barcino”. Sin remontarse a tan lejos tiempo, el popular P. Pillo -José Ferín- ripiaba humorísticamente en 1918: 
¿”Monte Toro” dónde estás,
dónde estás vapor correo
que aunque miro más y más
hacia el cabo no te veo?

El espectáculo de la llegada de los barcos formaba parte de la tradición local y no ha terminado aún.
El faro actual data, en su estructura, de 1918, año en que sustituyó al anterior: una simple torrecilla de sección cuadrada que sostenía una farola de apenas doce millas de alcance. Pero al menos es eléctrica, pues anteriormente se empleaban farolas de petróleo que debían ser permanentemente vigiladas por un propio, generalmente un confiado. Más de una vez, y debido al descuido de éste, el faro quedaba apagado con gran desesperación del viejo lobo del mar D. Onofre Bachs, capitán del “Sevilla”, quien desde 1889 a 1912 hizo la travesía Málaga - Melilla ininterrumpidamente. 
Junto al Torreón del Faro se halla el del Bonete Chico y a continuación el de la Parada, que en otros tiempos se llamó “de las Pelotas” o “de En medio” Sobre él, un viejo obús al parecer de los encontrados enterrado en el terreno que hoy ocupa el hospital del Rey, trozo de hierro apagado, mudo, inmóvil, símbolo inerte de una voluntad de permanencia sobre el recinto centenario.
Pasado el torreoncillo de Bernal Francés, llegamos al Torreón de las Cabras, o de las Cabrias como quizá acertadamente le llama Roddguez Puget. El torreón se ha quedado encogido, enano, sin fuerzas para levantarse hasta donde orgullosamente se erigía su predecesor del mismo nombre, venido abajo estrepitosamente sobre su panza hueca un día de San Silvestre de 1927, sentenciado desde años antes por su deteriorada estructura. Demolido definitivamente lo que quedaba de la poderosa mole anterior, permaneció inexistente hasta hace unos pocos años en que almas sensibles comenzaron su reconstrucción, con tan escasos recursos, que la obra se quedó a medio hacer. Su raquitismo, en mi opinión, desluce y empobrece un conjunto que con este remate finalizado quedada grandioso. Es de esperar que algún día alguna autoridad local detenga su atención en él, y disponga los medios para su ascensión hasta el lugar que nuestros predecesores le destinaron un día.

Torreón de las Cabras
El Torreón de las Cabras y sus cercanías era lugar de paseo vespertino y de festejos en le Melilla del siglo pasado, donde, a pesar de su superficie reducida, la gente acudía bullanguera a la llamada de la fiesta, no despreciando la ocasión de cambiar, aún por unas pocas horas, la vida monótona y reiterativa de una población con muy escasos alicientes bajo el prisma de la diversión y el holgorio. Misa y procesión matutinas, paseo vespertino por el campo exterior y verbena a la caída de la tarde en el torreón de las cabras formaban la trilogía de las fiestas de septiembre. La costumbre no desapareció con el traspaso al llano de Santiago del centro neurálgico ciudadano en los primeros años del siglo, si bien es verdad que poco a poco fue perdiendo su importancia traspasando su función a la plaza de la Constitución o de los Aljibes.

El viejo y nuevo torreón, donde desde antiguo mostraban sus bocas amenazadoras los cañones de la batería asomada al llano y a la playa, permanece hoy disminuido y silencioso. Mucho tiempo a que desaparecieron las músicas de la guarnición, los farolillos de colores temblorosos por el levante, y las risas espontáneas de las mozas de falda larga y escarpín brillante, trocadas en silencios apenas turbados por voces destempladas por humos sospechosos. ¿Volverá a ser algún día centro de peregrinación de gentes reverentes, vueltas de nuevo al verdadero ser de Melilla? Me temo que no hay lugar para los milagros entre seres que, olvidadas de los auténticos. Mira su propio ombligo sin prestar atención a lo que debe permanecer por encima de cualquier otra consideración y circunstancia: la raíz, el fundamento, el corazón pulsante de la Melilla centenaria, por mil razones superiores en valor histórico y belleza a la Melilla moderna, el barrio de Medina Sidonia.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Zocos y Fondaks

Publicado por Francisco Saro Gandarillas en Prensa-3, febrero-marzo y abril-mayo 1983, Cuadernos de Historia de Melilla, nº 1, 1988, p. 148-154.

Las continuas disputas entre musulmanes y cristianos a lo largo de quinientos años de transcurrir histórico melillense no fueron obstáculo ni impedimento para que las relaciones comerciales entre ambas poblaciones se desarrollaran con una continuidad y una persistencia que tiene que sorprender a cualquiera que esté medianamente al cabo de lo que han sido tanto años de discordia en esta zona norteafricana.

Las peculiares relaciones entre españoles y marroquíes daban lugar a hechos tan inauditos como el del comerciante moro que en la luminosa mañana mediterránea llegaba al recinto español con su insignificante género, dispuesto a sacarle unos miserables maravedíes en el mercado de la Alafia, convenciendo, con la sonrisa en los labios, al escéptico soldado andaluz, de las excelencias de su mercancía. Se hace difícil creer que este mismo mercader, de vuelta a su cabila, una vez traspasada la puerta del campo sufría repentina transformación convirtiéndose en el más furibundo de los enemigos, esperando con paciencia propia de su raza la ocasión de acabar con la vida de un cristiano. Embutido en alguno de los ataques que rodeaban el recinto el fiel creyente pedía a Allah le facilitara una victima con la que tranquilizar su conciencia. Más de una vez Allah le concedía el favor y una nueva baja se producía entre la ya escasa guarnición española, quizá el mismo a quien por la mañana habla vendido parte de su pobre mercancía.

Estas cosas pueden ocurrir cuando dos modos distintos de entender la vida se ven condenados a convivir mal que bien en un territorio en disputa. Unos obsesionados con la expulsión del odiado “rumi”, los otros defendiendo a toda costa su permanencia en un terreno duramente ganado, y ambos aprovechando las ocasiones de mutuo beneficio. Tú me das y yo te doy. Después... ¡Allah Akbar!, que cada uno defienda su parcela.

Aunque pueda parecer difícil de concebir esta situación se mantuvo, con variaciones y altibajos según las épocas, hasta bien entrado nuestro siglo (XX), prácticamente hasta terminadas las campañas de los años veinte.

Desde siempre este característico intercambio comercial se desarrolló en la Plaza de la Alafia (hoy Plaza de Armas), aunque siempre con grandes precauciones. Más de una vez el exceso de confianza dio lugar a comprometidas situaciones resueltas en última instancia gracias al valor de los escasos defensores.

Zoco del Mantelete 1893

Durante el siglo XIX el zoco moruno tuvo diversos emplazamientos; en la Plaza de Armas o la Plaza de los Aljibes; en otro momento en el foso de los Carneros, y por fin, desde 1860 en el Mantelete, con prohibición absoluta de penetrar en la Plaza. En ese lugar se mantuvo durante bastantes años. Al principio lejos de la puerta de San Jorge, después junto al muro X, a partir de la construcción del mismo desde el año 1875. Tras el paréntesis de la guerra de Margallo, una vez levantado el viejo mercado cubierto del Mantelete a finales de siglo, el mercado moruno se estableció en la calle de San Jorge, junto a aquel. El todas las épocas el toque de Diana marcaba el momento de apertura de puertas exteriores y el comienzo del zoco diario. El espectáculo debió tener gran colorido; si juzgamos por los testimonios que nos han dejado testigos de la época: la confusión, el griterío y las discusiones interminables eran teatro habitual. En la milenaria miseria del campo fronterizo un maravedí perdido era acumular más hambre al hambre acumulada.

Después de la campaña de 1893, algunos de los vendedores del Mantelete pasaron al nuevo barrio del Polígono, donde se formó un pequeño zoquillo, más o menos donde se sitúa el actual. Precisamente era en este barrio donde se alojaban buena parte de los comerciantes marroquíes. Para ellos se habilitó un fondak en la calle de Estopiñán (hoy Montes Tirado). Fondak típicamente bereber con su patio inferior para alojamiento de los sufridos jumentos morunos y pilastras de madera sujetando la parte superior, de madera también, alojamiento de los dueños. No sé si conservando todas las características básicas de entonces, el corral se ha mantenido en pie hasta nuestros días, constituyendo en mi opinión, un edificio a conservar en el futuro por su rareza dentro de la ciudad. En la calle de Alava (hoy Comandante Haya) hubo también una posada moruna.

Barrio del Polígono, vista general (1894)

Algunos de los que comerciaban en el Mantelete “aposentaban” sus “utilitarios” de cuatro patas en un albergue para caballerías que se levantó a fines de siglo al pie del Cerro de San Lorenzo, en la parte opuesta del matadero, ocultando su miserable construcción a las miradas profanas de los cristianos. El albergue desapareció algunos años más tarde al extenderse la ciudad hacia esa zona. Para alojamiento del personal habla una posada cercana a la puerta de Santa Bárbara, salida del Mantelete.

También en Ataque Seco, habla una posada moruna en aquellos días. Entonces era una confusión de cuevas, barracas, chozas y porquerizas sin reconocimiento oficial, por lo que un establecimiento de esta especie, de pobre apariencia, podía pasar totalmente desapercibido. Esta proliferación de posadas nos puede dar una idea del intenso comercio con las cabilas del entorno, en una época en que la población musulmana de la ciudad era muy pequeña. El comercio estaba basado lógicamente en productos del campo, básicamente huevos, verduras y volátiles, pues otros productos como las pieles, por ejemplo, seguían trayectorias distintas.

Fuere de San Miguel y Ataque Seco (1909)

El General Fernández, de feliz memoria, se empeñó en levantar un zoco-fondak de mayor envergadura que los desorganizados zoquillos del momento. Un zoco que aglutinara todo el comercio zonal hasta el Sur de Marruecos. Su idea era construirlo en las cercanías del río de Oro con desembarcadero propio. Pero el proyecto fue desechado, no sé si por la influencia de Cándido Lobera, que no era partidario de este tipo de mercados internos a los que consideraba inútiles.

Un año más tarde, el General Segura volvió a recoger el proyecto, que llegó incluso a realizarse sobre el papel por Francisco Orozco, el constructor del cuartel de la Guardia Civil, de los pabellones de Santiago, del Buen Acuerdo y los polémicos pabellones que llevaron su nombre hasta que el General García-Aldave (padre), los convirtió en Comandancia.

General en 1912. La idea quedó en nada, quizá por el poco tiempo de que dispuso el General Segura, quien sólo pudo levantar, como obra perdurable, el barrio Obrero (hoy Concepción Arenal). En el proyecto del Sr. Orozco, como idea innovadora había también una mezquita para que no faltara nada al elemento musulmán y pudiera encontrarse a sus anchas en la ciudad. Sin embargo, intentar hacer una mezquita cuando la Iglesia del Llano (hoy del Sagrado Corazón) estaba sin terminar, era más de lo que el melillense estaba dispuesto a soportar.

Tendría que ser un militar emprendedor y voluntarioso, el general Chacel, quien pusiera en marcha el proyecto definitivo de zoco-fondak, logrando que el Ministerio de Fomento se interesara en la empresa. Aún cuando, como luego veremos, con este proyecto se equivocó por completo, este general ha sido uno de los presidentes de la Junta de Arbitrios que mayor huella han dejado en la ciudad. Impulsor de la construcción del barrio de Reina Victoria, (hoy centro) fue el verdadero creador de la Melilla moderna, aún cuando su estancia en la plaza apenas sobrepasó el año.

Llegado el general Chacel a la ciudad en abril de 1906, cuatro meses más tarde ya estaba terminado el proyecto de reglamento para el zoco. La construcción de éste había alentado las expectativas de hacer de Melilla un gran centro comercial que aglutinara todo el comercio del norte mogrebí de Uxda a Taza prolongándose por el sur hasta el Figuig y Tafilat. Melilla, con un gran puerto en construcción, único en cientos de millas a derecha e izquierda, podía canalizar todas las corrientes comerciales de Sur a Norte y de Norte a Sur hasta el momento desperdigadas por rutas divergentes y de las que sólo una parte llegaba hasta la plaza.

La ocasión parecía ser de oro. El Roghi, pintoresco aspirante al trono marroquí conservaba bajo su mano un territorio extenso en el que, por las buenas o por las malas, su autoridad se hada sentir, y al mismo tiempo, su pretendida amistad hacia los españoles garantizaba un comercio teórico que en otro caso se hubiera hecho cuanto menos problemático.

Fue precisamente su autodenominado Jefe de Estado Mayor”, Gabriel Delbrel, quien dio a las autoridades españolas una idea de lo que habla de ser este zoco. Este curioso personaje era el único europeo que en los primeros años del siglo se permitía pasear por las cabilas aledañas sin que peligrara su cabeza. Aventurero surgido de no se sabe donde, parece ser que estuvo parte de su vida en Argelia, de donde le venia su conocimiento de las gentes y costumbres musulmanas. Se dijo de él que era un enviado de Francia con el objeto de estudiar la penetración comercial francesa en la zona y algo de ello debla ser cierro. A los oficiales españoles sentaba como un tiro el convivir con aquel tipo petulante y en alguna ocasión le fue prohibida la entrada en Melilla. Pero era el único europeo que conocía el terreno palmo a palmo y no hubo más remedio que recurrir a él durante varios años para conseguir información sobre la zona. La descripción de ésta en un libro que publicó en aquella época sirvió de pauta para la penetración en el territorio al establecerse el Protectorado. Gabriel Delbrel falleció en Sebt, cerca de Segangan, en 1917 siendo empleado de la Jefatura de Asuntos Indígenas.

Es este raro personaje, caldo en desgracia con el Roghi en ese mismo año de 1906 por razones no muy claras, quien hizo el primer croquis de lo que habla de ser el zoco, basándose en su conocimiento de los zocos argelo-marroquíes. Sobre este esbozo, el ingeniero de la Junta de Arbitrios capitán de Ingenieros D. Eusebio Redondo hizo el proyecto definitivo. A finales del año comenzaba la explanación del terreno a medio camino entre el barrio de Triana y la posada del Cabo Moreno.

Una vez más Cándido Lobera dio su opinión desfavorable sobre el proyecto, acertando por completo en su predicción. El zoco, que pretendía ser esencialmente ganadero, fue desdeñado por los cabileños desde el primer momento. Los altos aranceles de entrada a Melilla por un lado y la imposibilidad de exportar los productos a España, por otro se unieron al ya tradicional recelo indígena hacia estos parajes y a las facilidades dadas por los franceses en su zona (Uxda-Tlemcen-Marnia) para dejar tocado de un ala antes de nacer el ambicioso proyecto. El almacén de cereales, levantado en las faldas de San Lorenzo con la idea equivocada de que los cabileños traerían sus cosechas a Melilla, fue otro de los proyectos inútiles puesto en marcha con mayor cantidad de voluntarismo
que eficacia.

El zoco fue terminado. Comenzado a levantar después de algunas dudas y vacilaciones en enero de 1908, se terminaba año y medio más tarde. Admitía 240 reses vacunas, 80 cabezas de equinos, 1, 700 de ganado lanar y contaba con una amplia explanada para camellos. Tenia previstos 20 puestos en zoquillo de verduras, café moruno y fondak para alojamiento de personal.

Ni una sola vez se empleó en su cometido primario. Fatalmente, al poco de su terminación, comenzó la primera campaña del Rif rematando definitivamente un proyecto que habla nacido moribundo. Llegadas las primeras expediciones de tropas hubo que alojarlas donde se pudo y dentro de las escasas posibilidades de acuartelamiento en la plaza el zoco reunía las características de poder alojar personal y ganado en una zona relativamente próxima al lugar de los acontecimientos. El batallón de Figueras de la 1ª Brigada Mixta de Cazadores, aquella brigada mandada por el infortunado general Pintos, muerto en la acción del Barranco del Lobo, fue la primera unidad militar alojada en el zoco. Solicitado por Guerra al Ministerio de Fomento, fue recibido el 7 de agosto de 1909 permaneciendo en manos militares hasta nuestros días, siendo hoy un alojamiento de la Policía Militar y Mayoría de Intendencia. Durante las campañas fue también hospital, cuartel de Ingenieros y Maestranza de Artillería. En 1.910 la Junta de Arbitrios pretendió instalar en él el mercado para los barrios del Real e Hipódromo pero la idea fue abandonada.

Zoco Nuevo

Uno de los espectáculos más curiosos de la Melilla antigua debió ser la salida y llegada de trabajadores marroquíes para los trabajos de recolección en Argelia. Espectáculo variopinto y, a su vez, peligroso. En una época en que las enfermedades infecciosas hacían estragos en parte de la población melillense -precisamente la más desnutrida y la que vivía en precarias condiciones de alojamiento que era el 70% de ella-, la llegada al puerto de marroquíes procedentes de Orán, en pleno mes de julio, añadía un nuevo peligro a las difíciles condiciones sanitarias de la ciudad. Portadores del “piojo verde”, el maléfico difusor del tifus exantemático debían ser desinfectados y cuidadosamente controlados por las autoridades sanitarias para evitar peligrosas infecciones.

Para su alojamiento lejos de las aglomeraciones urbanas, alguien tuvo la desdichada idea de levantarles un fondak al pie de la Florentina, cercano a los muelles de Ribera. La obra corrió a cargo de constructores musulmanes quienes desde siempre se distinguieron por su poca habilidad para este tipo de trabajos. A fines de junio de 1920 estaba acabada. Tenia aspecto típicamente bereber: muros inclinados y alabeados que amenazaban desplomarse, puertas desiguales y desencajadas, ventanucos microscópicos para evitar el “maléfico” aire puro, apestosa corraliza para el famélico ganado e incluso bardales espontáneos para que los usuarios olvidaran que se encontraban en una ciudad civilizada y no en medio del campo cabileño. Una obra así, verdadera vergüenza para una ciudad que se titulaba “capital cultural del Norte de África” no podía durar mucho. Posiblemente se hubiera desplomado por si mismo a poco que se la hubiera dejado estar pero la piqueta municipal se adelantó a los acontecimientos y, en diciembre siguiente, apenas cinco meses más tarde era derribada con todos los honores.

 Zoco de Reina Regente

El último intento de zoco (que yo sepa) oficialmente establecido y municipalmente protegido se hizo un año más tarde. Para evitar las venganzas del personal cristiano soliviantado por el desastre militar de unos días antes, el 12 de agosto de 1921 dispuso la autoridad que el peculiar comercio diario hispanomarroquí se hiciera en las afueras de _la ciudad. Se escogió un terreno en las cercanías de Reina Regente fundándose un zoco cuya vida fue bastante corta, pues dos años más tarde era suprimido por el general Echagüe. En su lugar se levantarla un infame barrio de casuchas y barracas que Cándido Lobera llamó, imitando el nombre de otro barrio de la ciudad, el “barrio del Mal Acuerdo” por las inhumanas condiciones de vida de los que en él se alojaban, barrio que se llamó precisamente “del Zoco” hasta que en 1932 se le puso el nombre de Hernán Cortés que ha conservado hasta hoy.


Esta es una síntesis de los zocos y fondaks que hubo en Melilla, establecimiento que si bien no perduraron no cabe duda de que debieron dar una nota de color a la ya colorida vida del melillense de antaño.

domingo, 19 de julio de 2015

El Parque Hernández



Publicado por Francisco Saro Gandarillas en Prensa-3, n° 5, 1983; Cuadernos de Historia de Melilla, nº1, 1988, p-133-138.



Entre las características que mejor definen a la humanidad, sobresale por su impacto inmediato sobre el medio social, aquella que le permite transformar radicalmente el entorno geográfico sobre el que se asienta, haciendo de zonas de escasa o nula habitabilidad centros de vida adecuados a las necesidades del hombre.


Parque Hernández


Solo un gran esfuerzo de imaginación nos permite representarnos actualmente el terreno sobre el que se asentó el centro de la ciudad de Melilla tal como era hace cien años, en una época en que todas las principales ciudades españolas tenían ya perfectamente definida su estructura básica.



Nos parece muy difícil aceptar, que, en esta ciudad, el actual centro urbano era simplemente un inhóspito páramo desprovisto de toda edificación, con una escasa vegetación compuesta mayormente de esparto y palmitos, en el que, con dificultades, algunos cuerpos de la guarnición habían roturado una parte del mismo; pequeños huertos de los que sacaban algunos productos hortícola, apenas suficientes para la no muy numerosa población.


El llano de instrucción o el viejo cauce del río de Oro

Sobre lo que años antes había sido el viejo cauce del río de Oro se habían vertido las tierras extraídas del nuevo, formándose una irregular explanada que las unidades militares aprovechaban para campo de instrucción y el vecindario para arrojar los desechos. El campo se extendía entre la carretera de Mazuza y la que, por la calera de Ingenieros, se dirigía a Cabrerizas, ambas iniciadas en la puerta del campo, salida del Mantelete. La explanada fue utilizada como campo de instrucción durante treinta años.



A mediados de 1899 llega a Melilla el nuevo Comandante General D. Venancio Hernández Fernández, hombre de corta reseña biográfica pero al que podemos juzgar por las iniciativas salidas de su sensibilidad. Entre ellas destaca la creación de un gran parque forestal en los terrenos del antiguo campo de instrucción, idea claramente inédita y con su realización dejaba planteado el futuro trazado de la ciudad en expansión.



En noviembre de ese mismo año el General Hernández asume la presidencia de la Junta de Arbitrios, Ayuntamiento “Sui Generis” que rigió el municipio melillense hasta 1927, formado por militares y civiles de la plaza. Al año siguiente encomienda al ingeniero militar D. Vicente García del Campo la formación de un proyecto de parque en el triángulo formado por las carreteras de Mazuza y Cabrerizas teniendo como base el Cerro de Santiago. El proyecto era ambicioso si tenemos en cuenta las mas dificultades del terreno y la población a quién iba destinado, de apenas 6.000 almas. Apenas un año más tarde del inicio de las obras el parque estaba prácticamente terminado. En un principio solamente forestal, no existían zonas ajardinadas, únicamente árboles de especies diversas, algunas de imposible aclimatación, por lo que hubo permanentes cambios de aquéllas, pues el terreno estaba mal dotado para la supervivencia de plantas venidas de fuera. Junto al parque se instaló un vivero (en lo que hoy es la calle Teniente Coronel Seguí y Terrenos de la Junta del Puerto), vivero que permaneció hasta 1919 en el que se trasladaron al espacio previsto para Parque escolar de las Escuelas Graduadas en lo que hoy es Instituto Leopoldo Queipo y Edificio de la AISS.



El 18 de mayo de 1902 quedaba inaugurado el parque con el nombre oficial de Parque Hernández, el mismo día en que inauguraba también la nueva plaza de toros de la derecha del rió Oro, conmemorando con ambas inauguraciones la mayoría de edad del rey Alfonso XIII.


Desde el principio el parque fue muy bien acogido por la población melillense. El contraste, con toda lógica, debió ser formidable. Hasta entonces la población utilizaba, con humilde remero de parque el Huerto de las Cañas, a la derecha del río, en lo que hoy es Cuartel del Generalísimo, lugar de peregrinación en los días festivos, pero evidentemente demasiado lejano y como consecuencia demasiado inseguro, aún contando con la protección del Fuerte de Camellos.



El nuevo parque desplazó como era de esperar las actividades lúdicas de la plaza. Fiestas patronales y carnavales, anteriormente celebradas en la Marina, tuvieron que repartirse entre ambos lugares, y definitivamente, al instalase las vías del ferrocarril para la construcción del puerto en el paseo .del muro X, las festividades quedaron centradas exclusivamente en el parque. En aquellos días el paseo central se constituía en eje de los festejos levantándose casetas, instalándose juegos y cucañas, salpicándose aquí y allá de puestecitos de chucherías para los niños, e indefectiblemente, visto en todas partes, el vendedor de la “cuajaíta”, refresco típico veraniego hasta que el helado fue acabando poco a poco con él. Los organismos militares y civiles rivalizaban en la construcción de sus casetas, entre las que nunca faltaban las del Casino Militar y del Casino Español; las casetas del Parque Hernández fueron espectáculo obligado durante bastantes años y hoy parece que se vuelve a recuperar la tradición.
En el mismo año de la inauguración se autoriza la construcción del barrio de Alfonso XIII, comenzándose a levantar en terrenos tomados al Parque Hernández, quien de esta forma, pierde un tercio en su extensión original, es decir, la parte comprendida entre la calle de Sotomayor y la de Isabel la Católica. También por el Este, al cederse a la J.O.P. terrenos para la construcción del nuevo puerto, los viveros pierden parte de su extensión. De esta forma, el parque queda reducido a sus dimensiones actuales, más una rotonda situada en la base frente a la calle Carlos de Arellano, rotonda que fue eliminada, según creo, durante la República, no sin grandes protestas por parte de la opinión pública. Con sus nuevas dimensiones, el parque tomaba ciertamente una forma similar a la de un cañón antiguo, lo cual no significa, tal como se suele creer en Melilla, que fuera un homenaje al General Hernández como artillero, pues el general pertenecía al Arma de Infantería.



Si bien el parque era lugar habitual de paseo diurno, la falta de luz y, sobre todo, la falta de seguridad por la carencia de vigilancia hadan desaconsejable su utilización por la noche, siendo raro el que se arriesgaba a utilizarlo en aquellas horas, ni siquiera como lugar de paso para el barrio de Alfonso XIII, utilizándose para ello la carretera del Buen Acuerdo a la derecha del mismo.



Para dejar a la posteridad memoria de su fundador, la Junta de Arbitrios, por iniciativa del Jefe de Artillería, Conde de la Torre Alta, se propuso levantar una columna conmemorativa; sin embargo a la hora de poner en marcha el proyecto, el presupuesto les pareció demasiado alto y la idea quedó en suspenso, hasta que, falleció el general el 7 de agosto de 1904. Cándido Lobera la volvió a resucitar, abriendo una colecta pública.

Cuatro años más tarde se levantaba la columna al final del parque, donde aún se encuentra situada.



En 1906 se comenzó la urbanización del parque, muy necesaria por ser el terreno irregular al estar la tierra sin asentar. Los trabajos fueron inútiles pues en la célebre inundación de septiembre de ese año el parque quedó completamente arrasado, teniéndose que volver a comenzar las obras.



En 1907 se le dotó de un templete para la música. Desde entonces y durante muchísimos años las bandas de música de los regimientos de Infantería de la guarnición se turnaron para dar conciertos, muy celebrados por el numeroso público asistente y espectáculo habitual de la vida cotidiana de la ciudad.

El parque fue asimismo, testigo de los primeros pinitos deportivos en Melilla, al menos de forma organizada. Sucedió allá por 1905. La población tenia ya una cierta entidad, por lo que la formación de un club deportivo se estaba haciendo esperar. Lo chocante fue que la iniciativa partiera del elemento femenino de la ciudad, si tenemos en cuenta que para la opinión pública las actividades deportivas eran consideradas más bien cosa de adanes que de evas, por lo que no estaba bien visto que las mujeres dedicaran sus esfuerzos a estos menesteres. Así todo, y entre la rechifla de los hombres que no les auguran un brillante porvenir, las entusiastas féminas funda el Melilla Sporting Club con el apoyo solitario e incomprendido del capitán de Administración Militar Don Antonio Pezzi quien, al parecer, tenia confianza en el impulso de las activas señoras. La Junta concedió a la neonata sociedad un trocito del parque al final del mismo, frente a lo que hoy es Comandancia General, entonces pabellones militares. Así comenzó la práctica del “sport” en Melilla. En un principio solo a base de lawn tennis y “skating”, las actividades deportivas entusiasmaban la primera señora de Tur quien exclamaba, con rara habilidad poética:

Dios mío está Melilla

lo mismo que London

púes funda sociedades

y se entrega al sport.



No se puede decir más de Melilla en menos palabras. Buen anticipo del auge futuro de la ciudad.



A pesar de la buena voluntad de las damas, y tal como vaticinaban los agoreros, el Club se fue consumiendo y desapareció al poco tiempo sin pena ni gloria. Se habran anticipado demasiado a los tiempos; la iniciativa era demasiado prematura.

Entrada del Parque Hernández 1911

Al urbanizarse la explanada de Santa Bárbara con la construcción de la Plaza de España, la entrada del Parque Hernández no armonizaba con el empaque de aquella. Por ello la Junta decidió levantar una portada en consonancia con la categoría del entorno, y así en 1914, se terminó el cerramiento y portada que es, básicamente, el que tenemos ahora. En la esquina N. E. se levanta un bar de planta cuadrada, bar que según las épocas se ha llamado Preferido y Gambrinus, y que supuso una atracción más que añadir a las ya existentes; entre ellas, una gran pajarera y un magnifico estanque de patos.

Bar Gambrinus en la entrada del Parque Hernandez

Con la construcción del centro de la ciudad y la desaparición del paseo tradicional del muro X, el parque pasa a ser el lugar preferido de los melillenses, especialmente de lo que podríamos llamar, con riesgo de equivocarnos, la alta sociedad, quien comienza a demarcar dentro de aquél sus lugares de esparcimiento estrictamente separados por ley no escrita de los utilizados por el común. La ley que establece la costumbre ordena que la apertura oficial del parque como lugar de recreo veraniego sea el 20 de junio; a partir de esa fecha el paseo se convierte en lugar obligado donde de conciertan citas, se barruntan noviazgos y, en cualquier caso, se pasan unas horas entretenidas antes de que la caída de la tarde aleje al personal hacia los domicilios o teatros según el mayor o menor recogimiento de aquél.



El parque es espectáculo cotidiano que atrae a niños y mayores, algunos de estos últimos furibundos aficionados como aquel personaje expansivo que con el seudónimo de Conde de Mezquita (léase Tur) escribía con evidente exageración: “Quién vio ayer el parque y no creyó en Dios y en Melilla, tiene seguramente brumas en la vista”.



Desde 1915, año en que se levanta el depósito de agua elevado, el parque, hasta entonces casi exclusivamente forestal, se transforma en superficie instalándose rocallas y parterres al permitirse un riesgo continuado, escaso hasta entonces, ya que anteriormente el agua se traía, en poca cantidad, de la presa del río de Oro junto al arroyo de Farhana.

Depósito de agua

Aunque algunas ocasiones como la apertura de la calle del General Jordana (hoy Teniente Coronel Segur) restó; por aquello de la moda, paseantes al parque, tal como habla sucedido cuando se habilitaron las aceras de la calle Chacel (hoy A venida), éste nunca ha dejado de ser espacio frecuentado por un público heterogéneo que, fiel a su cita diaria con una naturaleza más o menos ordenada, acude reiteradamente a uno de los pocos lugares de la ciudad que aúna tranquilidad y espacios abiertos, tan necesarios y tan escasos en el mundo actual.

Parque Hernández

Podemos creer que en el futuro, tanto como ahora, el parque, admirado por extraños más que por propios, seguirá siendo el pulmón de Melilla, y que nuestros sucesores estarán persuadidos de la necesidad de su permanencia, con el convencimiento de que solamente con él Melilla seguirá siendo Melilla.