viernes, 1 de noviembre de 2013

VILLACAMPA EN MELILLA (I)


Publicado por: Francisco Saro Gandarillas en “El Periódico Melillense” en abril de 2007

En el cementerio de Melilla, en una esquina del primer patio, no lejos del mausoleo dedicado a los héroes de la guerra de Margallo, se halla la llamada Galería Nueva, una galería de nichos que guarda los restos de los antepasados de aquellas familias que, cuando se hizo el traslado desde el cementerio de San Carlos al nuevo de la cañada, eran propietarias de las tumbas del cementerio clausurado.

El día 31 de enero de 1904 le tocó el turno al ocupante de una peculiar tumba situada en una esquina del viejo cementerio. Los restos trasladados ocuparon el nicho nº 2 de la fila nº 2 de la nueva Galería, y según consta en el certificado expedido por el entonces secretario de la Junta de Arbitrios, el abogado Manuel Ferrer, se trataba de los restos de un tal Manuel Villacampa, y se le proporcionaba un nicho provisional, por cinco años, previo pago efectuado por su hija Emilia Villacampa. Los restos hubieran ido a la fosa común si en 1909, al término del plazo, Dª. Emilia no hubiera abonado las 125 pesetas que el reglamento de la Junta exigía para conservar el nicho en propiedad.

El nicho sigue, invariable, en el mismo lugar. Pasado un siglo, no creo que sea temeridad afirmar que la mayoría de los melillenses ignoran, como la mayoría de los españoles en general, quien fue el mencionado D. Manuel. Hoy, con periódica y sorprendente insistencia, unas manos generosas, casi anónimas, limpian cuidadosamente la tumba, impidiendo que el inmisericorde paso del tiempo vaya borrando su escueta leyenda y con ella la última huella material que su ocupante ha dejado en este mundo.



Nicho de Villacampa en Melilla
Manuel Villacampa del Castillo

D. Manuel Villacampa del Castillo nació en Betanzos el 17 de febrero de 1827, hijo del teniente coronel graduado capitán de Infantería D. José Villacampa y Periel, nacido en Laguarta (Huesca), de familia infanzona, según la “Enciclopedia de Aragón”, originaria del lugar de Villacampa en el valle del Serrablo. D. José era hermano de D. Pedro Villacampa, un héroe de la guerra de la Independencia que llegó a teniente general, y a quien algunos colocan, con evidente error, como abuelo de D. Manuel.

A solicitud de su madre, entonces viuda, en febrero de 1836 ingresó como “cadete de menor edad, sin goce de haber, ni antigüedad, ni asignación de cuerpo hasta cumplida al edad de ordenanza”, edad que cumplió en 1839, incorporándose, como primer destino, al Regimiento del Infante nº 5.

No voy a seguir con la extensa hoja de servicios y peripecias de todo tipo de las que fue protagonista D. Manuel Villacampa, cuyo seguimiento nos conduce inexorablemente al dramático final de su accidentada carrera militar. Participó en todos los movimientos militares habidos en España desde el Alzamiento Nacional de 1843, en los primeros de forma pasiva, siguiendo la estela de sus jefes naturales, y en los siguientes, desde la “gloriosa” de 1868, en la que intervino como principal impulsor en Granada, participando activamente en ellos, sobre todo desde la Restauración, figurando, entre las cabezas dirigentes, en todos los intentos golpistas de cambio de régimen a favor de la república hasta el último de 1886, cuyas consecuencias le llevaron a Melilla.

El golpe militar de 1886

Manuel Villacampa fue la cabeza visible, entre todos los partidarios del irreductible Ruiz Zorrilla, del proyecto de golpe militar que desde principios del verano de 1886 se vaticinaba como inminente para los más avisados. El golpe, como se vio posteriormente, estaba deficientemente hilvanado, con adhesiones poco definidas, con unidades militares supuestamente comprometidas que se mostraron pasivas en el momento de actuar. Al parecer, el propio brigadier no estaba muy convencido del buen éxito de la empresa, y si siguió adelante fue por el compromiso adquirido con todos los conjurados. Cuando el brigadier Villacampa se puso al frente del movimiento en Madrid, el 19 de septiembre de 1886, estaba ya condenado al fracaso; por las razones antes apuntadas, pero, sobre todo, por la pasividad encontrada entre la población madrileña, que salvo contados elementos, en su mayoría asistió indiferente a un golpe más de los que tan fecundo fue el siglo XIX.

Detenido el brigadier y puesto en marcha el proceso para el consejo de guerra subsiguiente, Villacampa quiso que se hiciera cargo de su defensa D. Nicolás Salmerón, el político republicano, quien desde el intento de golpe, ante el cual, manifestaba, se encontraba “dolorosamente sorprendido”, pretendía convencer a la clase política de que él nada tenía que ver con el asunto, lo cual solo era media verdad. Como era de esperar, Salmerón, en carta de fecha 29 de septiembre, repitiendo una secuencia muchas veces representada en la historia de la humanidad, rehuyó el cargo de defensor, que le ponía en incómoda situación, poniendo como ingenua excusa el “encontrarse enfermo”.

Como en el caso de su segundo en el golpe, el teniente Felipe González, de quien el abogado elegido tampoco quiso hacerse cargo de su defensa, le fue designado un defensor de oficio en la persona del teniente general D. Pedro Ruiz Dana.

El caso era tan claro que la sentencia del consejo de guerra, celebrado el 2 de octubre siguiente, resultó ser la que se esperaba: por el delito de rebelión se le condenaba a la pena de muerte y a la accesoria de pérdida de la condición de militar.

Desde ese momento desde las filas republicanas y otros sectores de la sociedad, se puso en marcha un vertiginoso proceso de concienciación ciudadana y de presión en los altos organismos públicos para evitar que la sentencia fuese aplicada. Con resultado favorable para esta causa, puesto que el Gobierno indultó a Villacampa sustituyendo la condena a muerte por la de reclusión perpetua. Se ha dicho que fue el interés personal de Sagasta, presidente del gobierno, quien hizo cambiar la opinión de sus ministros (todos partidarios de la aplicación de la sentencia) en sentido favorable al indulto, pues, se afirmaba, incluso la reina era partidaria de un escarmiento. Pero si se sigue día a día el tránsito de los hechos, la conclusión es la contraria: fue la reina quien convenció a Sagasta de que la aplicación de la pena de muerte mancharía de sangre los primeros años de la Regencia, opinión real a la que no debió ser poco ajena la voluntariosa y decidida hija del brigadier, Emilia Villacampa, empeñada hasta límites insospechados en impedir el fusilamiento de su padre, para lo que consiguió incluso, gracias a su tesón, una entrevista con doña María Cristina.

El Gobierno cambió, pues, la fatal sentencia por la de confinamiento en las lejanas tierras de Fernando Póo, adonde se envió al condenado unos días más tarde. Poquísimo tiempo pasó antes de que los republicanos, y sobre todo los partidarios de Ruiz Zorrilla, jefe político de Villacampa, proclamaran a todos los vientos que el Gobierno enviaba al exbrigadier a la lejana colonia africana para que las enfermedades tropicales cumplieran lo que no había podido cumplir el pelotón de ejecución, y así, de forma indirecta, quitarse de encima cualquier posibilidad, aún remota, de vuelta a las andadas.

Es posible que nunca sepamos si fue esta dura acusación de los republicanos o, como aseguraba el Ministro de la Gobernación, el aviso del Gobernador de la colonia sobre la falta de seguridad en la misma, donde se había visto un barco extraño que infundía sospechas sobre la posibilidad de que algún grupo afín al exmilitar intentara liberarlo, lo que decidió al Gobierno a cambiar el lugar de confinamiento por el de Melilla.



Retrato de Villacampa

En Melilla

Manuel Villacampa llegó a Melilla el 15 de febrero de 1887. De su estancia en la plaza no tenemos más información que la facilitada por su hija Emilia, que le acompañó durante la mayor del tiempo, la no muy pródiga, pero interesante, que guarda el Instituto de Historia Militar, y la escasa e inédita existente en el Archivo General de la Administración del Estado.

Algunos diarios madrileños de la época, generalmente los republicanos, recogen las vivencias de la hija del exbrigadier durante su etapa africana, siempre como soporte para arremeter contra el gobierno de la monarquía, en numerosas ocasiones con evidente exageración. Por ello es preciso andar con tiento a la hora de distinguir lo real de lo desfigurado por la pasión política.

Era Gobernador de la plaza el brigadier D. Teodoro Camino Alcobendas, quien durante su breve estancia en la plaza apenas tuvo otro sobresalto mayor que, precisamente, la comunicación recibida del Gobierno en septiembre de 1886, recién llegado al cargo, para que se mantuviera alerta ante los acontecimientos desarrollados en la capital; gobierno por otra parte tranquilo, después que el brigadier Macías, antes de que, por su destitución, disfrazada de cambio de destino, le hubiera dejado el mando de la Plaza en las mejores relaciones con las cábilas cercanas.

Que el brigadier Camino no sentía la menor simpatía por el exmilitar se vio por cuanto desde el primer momento quiso tratarle como si fuera un presidiario más, cuando estaba claro que no era el caso. Quiso obligarle a vestir el mismo traje de aquellos y trató de afeitarle la cabeza y la barba, a lo que Villacampa se negó rotundamente, ya que se consideraba un preso de carácter político y no de derecho común. La hija -gran carácter- se puso del lado de su padre, enfrentándose con todo el mundo, pues desde su llegada al lado de su progenitor se intentó entorpecer la convivencia entre padre e hija.

Emilia Villacampa afirmaba que durante mucho tiempo los oficiales de guardia entraban dos y tres veces por la noche en su habitación para comprobar que el confinado no intentaba evadirse, manteniéndole en vela forzosa, actitud exagerada que daría a entender que se limitaban a cumplir categóricas órdenes superiores. El alojamiento de Villacampa se reducía a una pequeña habitación sin más hueco y luz que la de la puerta de entrada; según El País, órgano del zorrillismo, “construido ex profeso para el reo en el fondo de un patio sombrío que rezumaba humedad”, rematando la descripción: “más que prisión, tumba anticipada”.

Tres meses más tarde cesa en el cargo el brigadier Camino y es sustituido por el del mismo empleo D. Mariano de la Iglesia, un hombre que, como el anterior, había conseguido casi todos sus ascensos por méritos de guerra, y quien se hizo cargo del Gobierno militar y político el 12 de mayo.

Ante los síntomas preocupantes que presentaba el confinado, Emilia Villacampa pretendió conseguir del nuevo Gobernador lo que no había conseguido del anterior, que un médico militar hiciera un diagnóstico de la ya visible enfermedad de su padre. Extrañamente se le exigió que lo pidiera mediante instancia, cuando un caso de esta naturaleza tendría que haber sido de atención inmediata, sin formalismo alguno. El brigadier De la Iglesia parecía mantener una actitud semejante a la de su antecesor respecto a Villacampa.

Emilia, que había hecho la petición el mismo día de la llegada del nuevo Gobernador, presentó el escrito solicitado al día siguiente. De la Iglesia nombró facultativo para el caso al entonces médico segundo de Sanidad Militar D. Pablo Vallescá, llegado al Hospital Militar de Melilla en 1883 y quien casi desde su presentación desempañaba la función de facultativo de la Plaza para atención al personal militar y familias, cargo que inevitablemente (no sin polémica) llevaba consigo el de atención a todo el vecindario.

Reconocido Villacampa por Vallescá el 16 de mayo siguiente expedía un certificado médico en el que decía que “dicho recluso militar político padece estrechez de ventrículo aórtica con atenoma arterial bastante generalizado de naturaleza, al parecer, reumática dados sus antecedentes morbosos…”, que no amenazaba su vida de forma automática, pero que podía comprometerla seriamente “si las condiciones de clima y habitación no fueran lo suficientemente higiénicas”.

Los antecedentes morbosos de la enfermedad se había manifestado por primera vez en 1878, durante su estancia en el castillo de Burgos, donde por cierto había tenido algún que otro incidente con otro hombre de recio carácter, el bien conocido por los melillenses Manuel Buceta, que desempeñaba entonces, como Mariscal de Campo, el cargo de segundo cabo y Gobernador Militar de Burgos, choque del que se derivó un consejo de guerra contra Villacampa, pero cuando este ya tenía el alma encallecida por este tipo de consejos.

Con el certificado en la mano, Emilia Villacampa partió camino de Madrid, donde, pese a su insistencia, en un primer intento, no fue recibida ni por Sagasta, ni por Cánovas, ni por Martos, ni se le abrieron las puertas del palacio real. El asunto Villacampa era cosa del pasado y no motivaba a nadie. En un segundo intento, accede a recibirla Sagasta, quien conviene con ella en que el enfermo debe ser trasladado a la península; también Cánovas (influido por su esposa, según El País) le asegura que no se opondrá a la medida humanitaria.

Pero, de vuelta a Melilla, pasa el tiempo y nada se resuelve. Se dice, incluso, que las órdenes estaban dadas. Alguien, al parecer, se cruzó en el camino y las buenas intenciones quedaron olvidadas.

¿Quién fue el que se cruzó?. Solo un órgano de prensa se atrevió a sugerir un nombre. La Correspondencia Militar, al poco de morir Villacampa, manifestaba, crítica y mordaz, que a los buenos propósitos de algunos ministros al respecto “se oponía, según dicen, el veto impuesto por el general que más pruebas ha dado siempre de amor y culto a la disciplina: D. Arsenio Martínez Campos”.



 Villacampa de Brigadier
Villacampa y Martínez Campos

Desde que fue nombrado jefe del Tercio de la Guardia Civil de Valencia, en 1871, Villacampa había puesto todo su empeño en la persecución y liquidación de las partidas carlistas de la zona. Su acierto en la acción le había supuesto el ascenso a brigadier por méritos de campaña y su designación como Gobernador Militar de Castellón.

En julio de 1873 fue nombrado Capitán General de Valencia D. Arsenio Martínez Campos. Poco después se encontraban en Torrente la columna del Capitán General y la mandada por Villacampa. El encuentro tuvo lugar coincidente con la formalización de la propuesta de militares distinguidos en la campaña entre el 26 de julio y el 8 de agosto. En ella decía Martínez Campos que el brigadier Villacampa había conseguido deshacer todo el movimiento cantonal de la provincia de Castellón. Frase textual: “Es un oficial de buenos servicios y dotes de mando, digno de la consideración del Gobierno.”

Veinte días más tarde el Capitán General destituye a Villacampa “por no tener condiciones ni dar resultados”. ¿Qué había ocurrido para un cambio tan radical en la opinión del General y, sobre todo, en tan corto espacio de tiempo?. El País, años más tarde, afirmaba vagamente que Martínez Campos pudiera haber sondeado al brigadier sobre la posibilidad de contar con su apoyo en caso de tener que aplicar un golpe de fuerza a favor de la monarquía exiliada, y el segundo se había opuesto. No es descartable, y podría explicar perfectamente que el Capitán General quisiera apartar a un posible opositor. Tampoco se me ocurre otra explicación más razonable a la vista de cómo se desarrollaron los hechos posteriormente.

La noticia de su destitución le llegó a Villacampa cuando entraba en Castellón, de vuelta de una expedición a Vinaroz. Con su habitual talante resolutivo, el brigadier, sin esperar la anunciada llegada del vapor Levante, tomó una barca pescadora y se llegó hasta Valencia. Allí envió un telegrama al Ministro de la Guerra quejándose de su caso y pidiendo la apertura de una sumaria “en vindicación de su honra militar”, tal como poco después informaba el diario local Las Provincias. Esa misma noche se presentó en la casa del Capitán General, donde Martínez Campos se hallaba reunido con el alcalde y demás autoridades republicanas; entró directamente hasta el grupo de civiles y allí les ofreció sus servicios personales, como soldado, “para empuñar un fusil uniéndose a los voluntarios de la libertad”. Fácilmente puede uno imaginarse el rostro atónito de Martínez Campos, ante la osada actitud, ciertamente bastante descortés (aunque ya no estaba bajo sus órdenes), del brigadier.

Poco más tarde redactó un informe sobre su actuación en la zona del Maestrazgo cuya lectura confirma que su destitución estaba injustificada, informe que envió al Ministro de la Guerra del nuevo Gobierno de Castelar, quien quedó plenamente convencido de la arbitrariedad del cese, hasta el punto de que con fecha 23 de octubre siguiente era repuesto en el cargo de Gobernador militar de Castellón. Un desaire para Martínez Campos que debió apuntar en su agenda personal de cara a los trabajos preparatorios del posterior golpe de Sagunto.

En esta época Villacampa no era aun el extremista republicano en el que habría de convertirse más tarde. Poco después de los hechos narrados, en una recepción oficial, Villacampa comentó a persona de su confianza “que pronto debía verificarse un cambio radical poniéndose al frente del Gobierno el Duque de la Torre y Martos y que entonces estaríamos todos bien.” Alguien le oyó el comentario y lo puso en conocimiento del Ministro de la Guerra Sánchez Bregua, quien mandó investigar el asunto, sin que de ello saliera nada concreto.

Por cierto, que no se equivocó, pues el Duque de la Torre accedió al Gobierno transcurridos escasos días. Protegido el brigadier por la República, transcurrió un año completo sin que nadie se atreviera a interponerse en su camino. Pero, un poco antes del “saguntazo”, el General Jovellar, General en Jefe de la zona, que estaba metido de lleno en la conspiración, aunque todavía hoy haya algunos que lo dudan, con fecha 26 de noviembre de 1874 le ordena a Villacampa que se traslade a Valencia “para recibir instrucciones, entregando el mando el mando de la plaza de Morella (donde tenía establecido el Gobernador de la provincia su sede) al Jefe que por ordenanza le corresponda.”. Martínez Campos no se había olvidado de él.

El golpe del 29 de diciembre en Sagunto le sorprendió sin haber cumplimentado la orden de Jovellar; pero para los sublevados el asunto no tenía ya importancia, pues tenían preparado al brigadier D. José de la Zendeja, para asumir el mando de la Plaza de Morella y, lo más importante, de la segunda brigada de la segunda División que llevaba anexo.

Curiosamente, Villacampa entregó el mando el día 10 de enero y la disposición de cese se publicó el 20 del mismo mes, pues había prisa por desactivar un potencial y peligroso adversario.

Desde este momento, y hasta su fracaso de 1886, Villacampa hizo inquebrantable propósito de volver a recuperar para la Republica el lugar de donde se la había desplazado por la fuerza.


 

VILLACAMPA EN MELILLA (II)




Publicado por: Francisco Saro Gandarillas en “El Periódico Melillense” en mayo de 2007


De vuelta en Melilla, la hija de Villacampa no tuvo otra alternativa que la de ver pasar los días sin esperanza de que su padre pudiera ser trasladado a otro centro penitenciario. Emilia había encontrado alojamiento en casa de una joven y generosa maestra de niñas que apenas llevaba un año en Melilla: Matilde del Nido. Matilde vivía en una modesta casa de la calle de la Soledad, y había sido contratada por la Junta de Arbitrios como profesora para la escuela de la calle de la Iglesia. No tenía el título de maestra, que entonces solo se exigía para los profesores de niños. Es posible que aún viva alguna persona que la haya conocido pues durante cuarenta años acudió día tras día, primero al viejo local mencionado, y más tarde al nuevo construido en la calle Alta, tiempo ha desaparecido.



La enfermedad del exbrigadier se hizo tan patente que el día 23 de abril tuvo que ser ingresado en el viejo hospital Real, entonces llamado Hospital Militar, donde permanecería, salvo breves periodos, asta el final.

En busca de implicados



Poco podrían imaginar padre e hija que, mientras anto, el Gobierno, a través de la embajada en París, seguía haciendo gestiones para localizar a todos los implicados en la intentona de septiembre anterior.



Según informaba el embajador, había tenido conocimiento de que el brigadier Villacampa había entregado a su hija, el 19 de septiembre por la tarde, una lista, firmada por Ruiz Zorrilla y por todos los militares de alta graduación implicados en el intento, en el que reconocían a Villacampa como “jefe del pronunciamiento”. Afirmaba el embajador que el político republicano, afincado en París, estaba muy inquieto ante la posibilidad de que la lista cayera en manos del gobierno, aunque sabía que Emilia no separaba jamás del comprometedor documento. Ruiz Zorrilla, supuestamente, había comisionado a la mujer de uno de los golpistas, el también exiliado excomandante Prieto, para que se pusiera en contacto con la hija de Villacampa y le rogara que entregara la lista al simpatizante republicano marqués de Santa Marta, a lo que Emilia se había negado rotundamente, pues su padre le había hecho jurar que ni aún al propio Ruiz Zorrilla debía entregarla en el caso de que fallara la revolución en marcha.



Nada más se supo de aquella lista que quedó en el olvido, dejándonos la duda sobre su supuesta existencia.




Calle de la Soledad de Melilla la Vieja donde residió


Una carta de Villacampa



Coincidiendo con el aniversario del intento de golpe, la prensa republicana, y sobre todo el diario zorrillista El País, volvieron a rememorar los hechos del año anterior, y poniendo de manifiesto el carácter caballeresco del exmilitar. También publicaba el citado diario una carta firmada por Villacampa, enviada desde Melilla por medios que me supongo relacionados con su hija y algún simpatizante en la plaza, dado el férreo control que sobre el confinado existía por parte del Gobierno Militar. No me resisto a transcribirla entera por ser un documento que puede aportar luz sobre su personalidad.



Decía don Manuel:



“Mi muy querido amigo: He recibido su carta en la cual se refleja la triste impresión que le causan los últimos sucesos. Preciso es, amigo mío, resignarse ante las desventuras del presente para esperar las venturas del porvenir, que no debe encontrarnos flacos y faltos del necesario vigor. De mí se decirle que mis sufrimientos, lejos de aniquilarme, me fortifican moralmente y me preparan para merecer lo único que puedo apetecer ya: la dicha de ver próspera y feliz a nuestra querida patria. Tengo una resignación sin igual, un dominio sobre mí que me admira, y lo que más me sorprende es que no abrigo odios, que compadezco a los verdugos y a los traidores y -lo digo con toda la sinceridad de mi alma- aunque algún día pudiese no sabría, ni podría hacer el más leve daño a unos y otros; antes al contrario, les demostraría que este corazón, tan martirizado por todo género de ingratitudes, no alienta para ellos otra pasión que una gran caridad; una caridad sin límites. No padezco ya moralmente; estudio, leo mucho, medito y siento que se va apoderando de mí alma una dulce serenidad, formándome un juicio personal de hechos y cosas que me da una calma especial y contribuye a mi sosiego.



Algo me queda todavía que sufrir; pues creo probable la subida inmediata de los conservadores, porque todo se descompone y todo parece retroceder a 1867, para que luego se de la batalla del pasado con el presente; pero aún llegado ese caso, nada me alterará; si a ese día llego, me verá usted tranquilo e indiferente como aquel que sabe que no hay más que miserias en la vida, y que son muy pocos los que se sacrifican por el ideal, así sea este tan hermoso como la reivindicación del derecho. Yo, que desde que tuve uso de razón, me hice una religión de la libertad, y rendí culto austerísimo a los compromisos políticos, he visto palpablemente que el llenarlos sirve de consuelo en la desgracia, esclarece la conciencia y el pensamiento, depura el juicio de los errores a que le expone la pasión y ensancha el horizonte moral de la existencia. Nunca fui materialista, pero tampoco fanático; creía y creo que así como la materia se transforma, mejorando sus tipos, el espíritu, el alma, se modifica, mejorando también en sus determinaciones. Con estos pensamientos consigo dulcificar mis dolores físicos y morales, y esperarlo todo con la mayor tranquilidad de conciencia. Procure usted imitar esta resignación, y verá cuanta fuerza adquiere en esa terrible lucha por la verdad, por la libertad y por la patria de que ustedes los periodistas son el ejército de vanguardia. Sin ella, sin esa resignación, el alma vacilará, y cuando el alma vacila, no tarda mucho en caer el brazo desarmado y el cuerpo exánime. De usted afectísimo amigo Manuel Villacampa".



Los otros deportados



Los condenados por el golpe de septiembre de 1886 fueron distribuidos entre todos los presidios del norte de África.



El diario El País, de vez en cuando, daba noticias sobre la suerte de los confinados republicanos, presentando casi siempre un panorama sombrío, descrito con tintas tan oscuras que hay motivos para pensar que no se correspondía con la verdad.



El capitán Vidaurreta, en el Peñón de Vélez, se constituyó en voluntario corresponsal del periódico zorrillista, dando noticias que no dejaban muy bien paradas a las autoridades de la isla. Cuando el grave incidente del barco contrabandista Miguel y Teresa, asaltado por los rifeños en septiembre de 1889, el excapitán se permitió denunciar, con graves acusaciones, al gobernador de la isla, lo que en 1893 le valió el ser expulsado de Melilla cuando acudía, como corresponsal de guerra, a las operaciones de la guerra de Margallo.



En Chafarinas, las denuncias de tratos vejatorios también colocaban en muy mal lugar al gobernador Casaus Lopera y sus subordinados. Se decía que uno de los confinados, con una herida gangrenada, estaba desatendido por el médico militar, que se pasaba el tiempo en la iglesia. Otro enfermo, era obligado a dejar el hospital a las dos semanas de estancia, sin estar curado, teniendo que recurrir, para conseguir medicamentos, a vender el pan que ahorraba cada tres días.



Se acusaba al mayor de plaza, el capitán Antonio Santoja, autor, por cierto, de una obra importante para el conocimiento de la Melilla comprendida entre 1870 y 1875, titulada España en el Rif, si prescindimos de la parte en que, con desfachatez inaudita, copia páginas enteras del informe de la comisión de 1869.



Se decía que Santoja había prohibido a los confinados leer la prensa republicana, obligándoles a lecturas no deseadas.



Discrepancias entre republicanos



Por la misma época, aniversario del golpe, se producen desavenencias entre distintos grupos republicanos respecto a la implicación de cada uno de ellos en el asunto. Así como se daba por supuesto que el señor Pi y Margall estaba al cabo de lo que se tramaba, y el político tampoco puso mucho empeño en desmentirlo, el resto de prohombres escurría el bulto ante cualquier insinuación de connivencia o complicidad más o menos explícita con el golpe . El mismo Salmerón ya había dicho en su día que se había visto "dolorosamente sorprendido" por el acontecimiento.



La cuestión fue zanjada por Villacampa quien, desde Melilla una vez más, a través del misterioso emisario, envió una carta al diario El País, que este publicaba el 16 de octubre de 1887, en que el exbrigadier manifestaba haber actuado en nombre de la coalición republicana, y que por su intervención había suspendido en varias ocasiones el movimiento. Los militares comprometidos, decía, para convencerse de que actuaban de acuerdo con los miembros de la Junta coalicionista, se habían puesto en contacto con algunos de ellos, e incluso, el propio Ruiz Zorrilla, mentor de D. Manuel, fue el último en enterarse. Si la coalición se hubiese roto, el golpe no se hubiese efectuado.



El señor Salmerón y los suyos, cuando decían que nada sabían del asunto, decían una verdad a medias. Sabían que había un golpe militar en ciernes; únicamente desconocían el momento exacto en que había de producirse, que es muy posible les sorprendiera. Si el golpe hubiera triunfado, se hubieran subido al carro victorioso; simplemente, se hubiera hecho justicia al golpe de Sagunto.



Según contaba el comandante Prieto Villarreal, por las mismas fechas Villacampa escribía a un particular, amigo del comandante, haciendo hincapié en las mismas ideas "probando que nosotros no cometimos una empresa aislada, que no haciámos una calaverada, ni una jugada de bolsa, como alguno se atrevió a decir", entre ellos el propio embajador en París, que sugería, en informe confidencial, que los intentos de golpe militar de Ruiz Zorrilla pretendían influir en la bolsa para hacer un buen negocio comprando a la baja.



En la misma carta terminaba Villacampa reconociendo que el clima de Melilla y su enfermedad acabarían con su vida, consolándose con la idea de que los jóvenes llevarían a cabo sus deseos.






Hospital Real de Melilla donde estuvo internado Villacampa


Supuestos intentos de evasión



También por la misma época comienzan a llegarle al Gobierno informes sobre intentos para rescatar a Villacampa de su exilio melillense.



Al parecer la policía había conseguido información de la mujer que llamaban "querida del capitán Casero", uno de los oficiales exiliados como consecuencia del intento de golpe. A través de esta señora se habían informado de que se trabajaba en un plan para liberar al exbrigadier, de lo que ponían en conocimiento del gobierno con fecha uno de octubre.



Diez días más tarde otra nota ponía de manifiesto de que un sargento de los confinados con Villacampa en Melilla había escrito al capitán Casero, afirmando “que pronto romperían las cadenas, que todo estaba combinado para escaparse y que estaban protegidos por un empleado del presidio”.



Con los informes anteriores, mas los facilitados por el cónsul español en Orán, los Ministros de la Guerra y de la Gobernación llegaron a la convicción de que efectivamente se preparaba la fuga de Villacampa.



El día 12 de noviembre recibía el Gobernador militar de Málaga un telegrama en el que disponía que, con carácter de urgencia, y aprovechando cualquier medio de navegación, se pusiera en conocimiento del Gobernador de Melilla la siguiente información:



“El día 8 debió salir de Orán un carruaje en dirección al Riff preparado para la evasión de Villacampa, la cual se intenta realizar por tierra o bien por medio de algún bote que, tomándolo a bordo en la costa o puerto de Melilla, lo desembarque en alguna playa inmediata. El Gobernador de la plaza deberá cambiar turnos de servicio, alejar del hospital a todo empleado sospechoso, hacer más efectivo el encierro del penado y tomar todas las medidas extraordinarias que aseguren al preso, en lo que está vivamente interesado el Gobierno.”



Se instaba a que la persona que condujera el pliego fuera de la más absoluta confianza, que el barco saliera de Málaga con el mayor sigilo y que en Melilla solamente desembarcara el portador del documento.



Llama la atención el desconocimiento absoluto que el Ministerio de la Guerra tenía sobre el territorio vecino a Melilla, hasta el punto de ignorar que un carruaje jamás podría llegar por tierra a Melilla dada la inexistencia de carreteras o puentes en el territorio de Marruecos, donde entonces solamente había una carretera empedrada, la que iba desde Alcazarquivir al Lucus, de apenas una milla. Además daba a entender que en Melilla había tal falta de seguridad que un bote extraño podía llegarse hasta el muelle, recoger a un confinado y llevárselo impunemente. Por otra parte, si ese fuera el plan de los conjurados, estos demostraban una ingenuidad fuera de lo común.



El Gobernador de Málaga envió el mismo día a su propio ayudante en el vapor de recreo Heredia, de 14 nudos, que había puesto gratuitamente a disposición de las autoridades militares la casa de este mismo nombre, empresa que desde 1817, y durante varios años, había sido asentista de víveres de Melilla.



El día 13 estaba el vapor de vuelta, con la lógica contestación por parte del gobernador de Melilla: que en aquella plaza no había novedad. Difícilmente podía haberla en el sentido que preocupaba al Gobierno.



El Ministro de la Guerra, recogiendo el sentir del Gobierno, no estaba muy tranquilo, pues cinco días más tarde inducía al gobernador de la plaza, general Mariano de la Iglesia, a través del Capitán General de Granada, a que relevara a todas aquellas clases de tropa y sanitarios de Melilla que fueran sospechosas de estar en la conspiración, nombrándose otros en su lugar “pues mientras intentan y consiguen los conspiradores seducir a los nuevos ganaremos algún tiempo en tranquilidad”.



En agosto de 1888, cercano el segundo aniversario del golpe, vuelven a llegarle al Gobierno rumores de que algunos emigrados políticos en Orán pretendían liberar a Villacampa. Ante la posibilidad de que algunos republicanos irreductibles aprovecharan la fecha para efectuar algún acto de fuerza o de propaganda extraordinario, con fecha 18 de noviembre todos los gobernadores militares de la Capitanía, recibían el mismo telegrama: “Sin sobrecarga del servicio ni producir alarma, recomiendo a V. E. redoble vigilancia, y en caso necesario obre con toda energía y sin contemplaciones.”



Incrementando los temores del Gobierno, Ramón Zavala, cónsul de España en Argel, escribía a León y Castillo en enero de 1889 el ruido que los exiliados españoles en Orán, encabezados por el médico Ezequiel Sánchez, producían en los ambientes políticos de la ciudad a través del diario Joven España, en el que no faltaban continuas referencias a Villacampa y Ruiz Zorrilla, e insultos contra el Cónsul y los políticos peninsulares, sobre todo contra Cánovas, a quien Sánchez calificaba con muy poco miramiento en el Petit Marsellais: “El inmundo Cánovas …el que fusiló sin piedad al heroico Ferrándiz, a Vellés y Mangado, el que rugió de cólera ante el perdón de Villacampa”.



No se si el gobierno llegó seriamente a pensar en sacar a Villacampa de Melilla y trasladarlo a Canarias; en cualquier caso el Capitán General de las islas, en telegrama de 16 de enero de 1889, recogiendo un rumor de la prensa, manifestaba al Subsecretario de la Guerra que en aquel distrito no había prisiones seguras.



 Antiguo cementerio de San Carlos en Melilla

Muerte de Villacampa



Con fecha 22 de enero de 1889 eran indultados todos los presos que había en las menores procedentes de la sublevación de septiembre de 1886.



El indulto difícilmente podía afectar al exbrigadier que en esta fecha manifestaba un agravamiento severo de su enfermedad, muy acusado desde el mes de diciembre, y ya se daba como imposible su traslado fuera de Melilla.



En la mañana día 12 de febrero, en una comunicación urgente trasladada por medio del barco de comisiones de la plaza, el general Assín, gobernador militar, informaba al Capitán General de Granada que se hacía temer un próximo fin del confinado. Tan inminente era que Villacampa fallecía a las cinco menos cuarto de la tarde de ese mismo día, pese a que desde el día 5 se habían efectuado denodados intentos para salvar su vida, gracias al interés personal del propio gobernador militar quien, desde su presentación en la plaza en noviembre del año anterior, había ordenado un favorable cambio radical en el trato al confinado, con quien, por cierto, había coincidido durante la época de las campañas carlistas. Todos los médicos de Melilla habían sido puestos a disposición de Villacampa, cuando ya era tarde para evitar lo inevitable. Motivo del fallecimiento: una dilatación aneurismática de la aurícula derecha, con alteración completa del músculo cardíaco acompañada de un catarro bronquial concomitante, según certificó el médico segundo del Cuerpo de Sanidad Militar Francisco Triviño Valdivia, un viejo conocido de los melillenses interesados por su historia. A ruego de su hija, el cadáver fue embalsamado y enterrado provisionalmente al día siguiente.



Emilia Villacampa se embarcó para la península, en un vapor francés, el domingo día 17, con el fin de hacer las gestiones pertinentes para el traslado del cadáver de su padre a Madrid, a lo que entonces no se oponía el Capitán General de Granada.



El fallecimiento del exmilitar fue recogido por toda la prensa nacional tanto republicana como monárquica, y si bien eran de esperar los panegíricos de la prensa republicana sorprenden las generosas expresiones del diario monárquico La Época, quien daba la noticia "con sentimiento, porque cualesquiera que hayan sido los errores de aquel político, lanzado en las vías revolucionarias con resolución digna de respeto, que al fin iba a jugarse la cabeza mientras otros esperaban el triunfo tranquilamente, nosotros, y cuantos de leales se precian, no podrán olvidar los servicios que a la patria prestó hasta que volvió la espalda a la Monarquía. En su hoja de servicios hay páginas que honrarán su recuerdo."



En las Cortes hubo una interpelación el Gobierno por parte del diputado Romero Gilsanz, de la que el Gobierno se zafó fácilmente porque tras la muerte de Villacampa la historia pasaba una página y a pocos interesaban ya las interioridades del caso.



Las logias masónicas madrileñas Comuneros de Castilla nº 289, Luz de Mantua nº 1 y La Minerva nº 631, con sus dignidades, oficiales y obreros, honraron a su ilustre hermano, soberano gran inspector del grado 33, con una tenida fúnebre celebrada en la logia de la calle San Onofre el 2 de marzo siguiente.



Los intentos de Emilia Villacampa para trasladar el cadáver de su padre a Madrid fueron inútiles. El Gobierno presumía que la llegada del cuerpo de Villacampa a la capital sería motivo -y no creo que se equivocara- para celebrar un acto multitudinario de exaltación republicana, en la que inevitablemente se apelaría a la parte emocional de los asistentes, con consecuencias difíciles de prever.



El Director General de Beneficencia y Sanidad del Ministerio de la Gobernación, con fecha 11 de abril, llegó a autorizar el traslado hasta el cementerio de San Justo en la capital del reino. Un mes más tarde el Capitán General de Granada manifestaba que el Gobernador civil de Málaga había reclamado a Melilla la exhumación del cadáver y su traslado inmediato, por lo que pedía instrucciones al Ministro de la Guerra.



Desde ese momento hay que empezar a leer entre líneas el contenido de los telegramas oficiales.



Contesta el Ministro que solamente se autorizará “cuando se hayan llenado con la mayor escrupulosidad los requisitos que previene la R.O. de 19-3-1848” , cuya regla no obligaba a un reconocimiento facultativo previo.



Al mismo tiempo el Ministro de la Guerra advertía al de Gobernación sobre la conveniencia de que antes de promover cualquier iniciativa en aquel sentido se consultara a su Ministerio por ser militar la autoridad de Melilla.



El 10 de junio siguiente –habían pasado cuatro meses desde el fallecimiento del exbrigadier– el Ministro de la Guerra enviaba un telegrama al Gobernador Militar de Melilla, a través del de Málaga, con el siguiente texto:



“Teniendo entendido que por la autoridad civil se insiste en que se verifique la exhumación del cadáver de Villacampa, reitero a V.E., como ya se le ha prevenido de Real orden, que no lo consienta si no se llenan todos los requisitos de las leyes de Sanidad o si, con arreglo a prescripciones de las mismas, hay circunstancias que imposibilitan dicha exhumación.”



El General Assin Bazán, respondía cuatro días más tarde al general Chinchilla, ministro de la Guerra:



“Cuando se presente familia o representante de ella por cadáver Villacampa se cumplirán todos los requisitos de las leyes de sanidad y si hay circunstancias que imposibiliten traslación no lo consentiré.”



El general Assín había entendido perfectamente la críptica orden subyacente en el telegrama del Ministro.



Lo único que Emilia Villacampa pudo conseguir fue que el preso político tuviera una tumba distinguida en el cementerio de San Carlos, en la explanada del cuarto recinto de Melilla.



Villacampa fue pronto olvidado. Solamente revivió en el recuerdo de los viejos melillenses cuando, durante la época de la república, algunos de aquellos acudían al cementerio, en unión de los políticos locales, a honrar la memoria del militar, y también efímeramente, cuando el barrio del Polígono recibió el nombre de Villacampa en memoria del republicano exbrigadier.



Hoy, en el cementerio de San Justo de Madrid, en su primer patio, entrando por la derecha, se halla un sobrio mausoleo levantado por suscripción popular, que alberga los restos de la señora de Villacampa, doña Matilde Morán. A su lado hay una tumba vacía que espera, inútilmente con toda probabilidad, que algún día acoja los restos embalsamados del que fue brigadier de Infantería D. Manuel Villacampa del Castillo, que hoy ocupa una sencilla tumba en el cementerio de Melilla.