Publicado por: Francisco Saro Gandarillas en “El
Periódico Melillense” en abril de 2007
En el cementerio de Melilla, en una esquina
del primer patio, no lejos del mausoleo dedicado a los héroes de la guerra de
Margallo, se halla la llamada Galería Nueva, una galería de nichos que guarda
los restos de los antepasados de aquellas familias que, cuando se hizo el
traslado desde el cementerio de San Carlos al nuevo de la cañada, eran
propietarias de las tumbas del cementerio clausurado.
El día 31 de enero de 1904 le tocó el turno
al ocupante de una peculiar tumba situada en una esquina del viejo cementerio.
Los restos trasladados ocuparon el nicho nº 2 de la fila nº 2 de la nueva
Galería, y según consta en el certificado expedido por el entonces secretario
de la Junta de
Arbitrios, el abogado Manuel Ferrer, se trataba de los restos de un tal Manuel
Villacampa, y se le proporcionaba un nicho provisional, por cinco años, previo
pago efectuado por su hija Emilia Villacampa. Los restos hubieran ido a la fosa
común si en 1909, al término del plazo, Dª. Emilia no hubiera abonado las 125
pesetas que el reglamento de la
Junta exigía para conservar el nicho en propiedad.
El nicho sigue, invariable, en el mismo
lugar. Pasado un siglo, no creo que sea temeridad afirmar que la mayoría de los
melillenses ignoran, como la mayoría de los españoles en general, quien fue el
mencionado D. Manuel. Hoy, con periódica y sorprendente insistencia, unas manos
generosas, casi anónimas, limpian cuidadosamente la tumba, impidiendo que el
inmisericorde paso del tiempo vaya borrando su escueta leyenda y con ella la
última huella material que su ocupante ha dejado en este mundo.
Nicho de Villacampa en Melilla
Manuel Villacampa
del Castillo
D. Manuel Villacampa del Castillo nació en
Betanzos el 17 de febrero de 1827, hijo del teniente coronel graduado capitán
de Infantería D. José Villacampa y Periel, nacido en Laguarta (Huesca), de
familia infanzona, según la “Enciclopedia
de Aragón”, originaria del lugar de Villacampa en el valle del Serrablo. D.
José era hermano de D. Pedro Villacampa, un héroe de la guerra de la Independencia que llegó
a teniente general, y a quien algunos colocan, con evidente error, como abuelo
de D. Manuel.
A solicitud de su madre, entonces viuda, en
febrero de 1836 ingresó como “cadete de
menor edad, sin goce de haber, ni antigüedad, ni asignación de cuerpo hasta
cumplida al edad de ordenanza”, edad que cumplió en 1839, incorporándose,
como primer destino, al Regimiento del Infante nº 5.
No voy a seguir con la extensa hoja de
servicios y peripecias de todo tipo de las que fue protagonista D. Manuel
Villacampa, cuyo seguimiento nos conduce inexorablemente al dramático final de
su accidentada carrera militar. Participó en todos los movimientos militares
habidos en España desde el Alzamiento Nacional de 1843, en los primeros de
forma pasiva, siguiendo la estela de sus jefes naturales, y en los siguientes,
desde la “gloriosa” de 1868, en la
que intervino como principal impulsor en Granada, participando activamente en
ellos, sobre todo desde la
Restauración, figurando, entre las cabezas dirigentes, en
todos los intentos golpistas de cambio de régimen a favor de la república hasta
el último de 1886, cuyas consecuencias le llevaron a Melilla.
El golpe militar
de 1886
Manuel Villacampa fue la cabeza visible,
entre todos los partidarios del irreductible Ruiz Zorrilla, del proyecto de
golpe militar que desde principios del verano de 1886 se vaticinaba como
inminente para los más avisados. El golpe, como se vio posteriormente, estaba
deficientemente hilvanado, con adhesiones poco definidas, con unidades
militares supuestamente comprometidas que se mostraron pasivas en el momento de
actuar. Al parecer, el propio brigadier no estaba muy convencido del buen éxito
de la empresa, y si siguió adelante fue por el compromiso adquirido con todos
los conjurados. Cuando el brigadier Villacampa se puso al frente del movimiento
en Madrid, el 19 de septiembre de 1886, estaba ya condenado al fracaso; por las
razones antes apuntadas, pero, sobre todo, por la pasividad encontrada entre la
población madrileña, que salvo contados elementos, en su mayoría asistió
indiferente a un golpe más de los que tan fecundo fue el siglo XIX.
Detenido el brigadier y puesto en marcha el
proceso para el consejo de guerra subsiguiente, Villacampa quiso que se hiciera
cargo de su defensa D. Nicolás Salmerón, el político republicano, quien desde
el intento de golpe, ante el cual, manifestaba, se encontraba “dolorosamente sorprendido”, pretendía
convencer a la clase política de que él nada tenía que ver con el asunto, lo
cual solo era media verdad. Como era de esperar, Salmerón, en carta de fecha 29
de septiembre, repitiendo una secuencia muchas veces representada en la
historia de la humanidad, rehuyó el cargo de defensor, que le ponía en incómoda
situación, poniendo como ingenua excusa el “encontrarse
enfermo”.
Como en el caso de su segundo en el golpe, el
teniente Felipe González, de quien el abogado elegido tampoco quiso hacerse
cargo de su defensa, le fue designado un defensor de oficio en la persona del
teniente general D. Pedro Ruiz Dana.
El caso era tan claro que la sentencia del
consejo de guerra, celebrado el 2 de octubre siguiente, resultó ser la que se
esperaba: por el delito de rebelión se le condenaba a la pena de muerte y a la
accesoria de pérdida de la condición de militar.
Desde ese momento desde las filas
republicanas y otros sectores de la sociedad, se puso en marcha un vertiginoso
proceso de concienciación ciudadana y de presión en los altos organismos
públicos para evitar que la sentencia fuese aplicada. Con resultado favorable
para esta causa, puesto que el Gobierno indultó a Villacampa sustituyendo la
condena a muerte por la de reclusión perpetua. Se ha dicho que fue el interés
personal de Sagasta, presidente del gobierno, quien hizo cambiar la opinión de sus
ministros (todos partidarios de la aplicación de la sentencia) en sentido
favorable al indulto, pues, se afirmaba, incluso la reina era partidaria de un
escarmiento. Pero si se sigue día a día el tránsito de los hechos, la
conclusión es la contraria: fue la reina quien convenció a Sagasta de que la
aplicación de la pena de muerte mancharía de sangre los primeros años de la Regencia, opinión real a
la que no debió ser poco ajena la voluntariosa y decidida hija del brigadier,
Emilia Villacampa, empeñada hasta límites insospechados en impedir el
fusilamiento de su padre, para lo que consiguió incluso, gracias a su tesón,
una entrevista con doña María Cristina.
El Gobierno cambió, pues, la fatal sentencia
por la de confinamiento en las lejanas tierras de Fernando Póo, adonde se envió
al condenado unos días más tarde. Poquísimo tiempo pasó antes de que los
republicanos, y sobre todo los partidarios de Ruiz Zorrilla, jefe político de Villacampa,
proclamaran a todos los vientos que el Gobierno enviaba al exbrigadier a la
lejana colonia africana para que las enfermedades tropicales cumplieran lo que
no había podido cumplir el pelotón de ejecución, y así, de forma indirecta,
quitarse de encima cualquier posibilidad, aún remota, de vuelta a las andadas.
Es posible que nunca sepamos si fue esta dura
acusación de los republicanos o, como aseguraba el Ministro de la Gobernación, el aviso
del Gobernador de la colonia sobre la falta de seguridad en la misma, donde se
había visto un barco extraño que infundía sospechas sobre la posibilidad de que
algún grupo afín al exmilitar intentara liberarlo, lo que decidió al Gobierno a
cambiar el lugar de confinamiento por el de Melilla.
Retrato de Villacampa
En Melilla
Manuel Villacampa llegó a Melilla el 15 de
febrero de 1887. De su estancia en la plaza no tenemos más información que la facilitada
por su hija Emilia, que le acompañó durante la mayor del tiempo, la no muy
pródiga, pero interesante, que guarda el Instituto de Historia Militar, y la
escasa e inédita existente en el Archivo General de la Administración del
Estado.
Algunos diarios madrileños de la época,
generalmente los republicanos, recogen las vivencias de la hija del exbrigadier
durante su etapa africana, siempre como soporte para arremeter contra el
gobierno de la monarquía, en numerosas ocasiones con evidente exageración. Por
ello es preciso andar con tiento a la hora de distinguir lo real de lo
desfigurado por la pasión política.
Era Gobernador de la plaza el brigadier D.
Teodoro Camino Alcobendas, quien durante su breve estancia en la plaza apenas
tuvo otro sobresalto mayor que, precisamente, la comunicación recibida del
Gobierno en septiembre de 1886, recién llegado al cargo, para que se mantuviera
alerta ante los acontecimientos desarrollados en la capital; gobierno por otra
parte tranquilo, después que el brigadier Macías, antes de que, por su
destitución, disfrazada de cambio de destino, le hubiera dejado el mando de la Plaza en las mejores
relaciones con las cábilas cercanas.
Que el brigadier Camino no sentía la menor
simpatía por el exmilitar se vio por cuanto desde el primer momento quiso
tratarle como si fuera un presidiario más, cuando estaba claro que no era el
caso. Quiso obligarle a vestir el mismo traje de aquellos y trató de afeitarle
la cabeza y la barba, a lo que Villacampa se negó rotundamente, ya que se
consideraba un preso de carácter político y no de derecho común. La hija -gran carácter-
se puso del lado de su padre, enfrentándose con todo el mundo, pues desde su
llegada al lado de su progenitor se intentó entorpecer la convivencia entre
padre e hija.
Emilia Villacampa afirmaba que durante mucho
tiempo los oficiales de guardia entraban dos y tres veces por la noche en su
habitación para comprobar que el confinado no intentaba evadirse, manteniéndole
en vela forzosa, actitud exagerada que daría a entender que se limitaban a
cumplir categóricas órdenes superiores. El alojamiento de Villacampa se reducía
a una pequeña habitación sin más hueco y luz que la de la puerta de entrada;
según El País, órgano del zorrillismo, “construido
ex profeso para el reo en el fondo de un patio sombrío que rezumaba humedad”,
rematando la descripción: “más que
prisión, tumba anticipada”.
Tres meses más tarde cesa en el cargo el
brigadier Camino y es sustituido por el del mismo empleo D. Mariano de la Iglesia, un hombre que,
como el anterior, había conseguido casi todos sus ascensos por méritos de
guerra, y quien se hizo cargo del Gobierno militar y político el 12 de mayo.
Ante los síntomas preocupantes que presentaba
el confinado, Emilia Villacampa pretendió conseguir del nuevo Gobernador lo que
no había conseguido del anterior, que un médico militar hiciera un diagnóstico
de la ya visible enfermedad de su padre. Extrañamente se le exigió que lo
pidiera mediante instancia, cuando un caso de esta naturaleza tendría que haber
sido de atención inmediata, sin formalismo alguno. El brigadier De la Iglesia parecía mantener
una actitud semejante a la de su antecesor respecto a Villacampa.
Emilia, que había hecho la petición el mismo
día de la llegada del nuevo Gobernador, presentó el escrito solicitado al día
siguiente. De la Iglesia
nombró facultativo para el caso al entonces médico segundo de Sanidad Militar
D. Pablo Vallescá, llegado al Hospital Militar de Melilla en 1883 y quien casi
desde su presentación desempañaba la función de facultativo de la Plaza para atención al
personal militar y familias, cargo que inevitablemente (no sin polémica)
llevaba consigo el de atención a todo el vecindario.
Reconocido Villacampa por Vallescá el 16 de
mayo siguiente expedía un certificado médico en el que decía que “dicho recluso militar político padece
estrechez de ventrículo aórtica con atenoma arterial bastante generalizado de
naturaleza, al parecer, reumática dados sus antecedentes morbosos…”, que no
amenazaba su vida de forma automática, pero que podía comprometerla seriamente “si las condiciones de clima y habitación no
fueran lo suficientemente higiénicas”.
Los antecedentes morbosos de la enfermedad se
había manifestado por primera vez en 1878, durante su estancia en el castillo
de Burgos, donde por cierto había tenido algún que otro incidente con otro
hombre de recio carácter, el bien conocido por los melillenses Manuel Buceta,
que desempeñaba entonces, como Mariscal de Campo, el cargo de segundo cabo y
Gobernador Militar de Burgos, choque del que se derivó un consejo de guerra
contra Villacampa, pero cuando este ya tenía el alma encallecida por este tipo
de consejos.
Con el certificado en la mano, Emilia
Villacampa partió camino de Madrid, donde, pese a su insistencia, en un primer
intento, no fue recibida ni por Sagasta, ni por Cánovas, ni por Martos, ni se
le abrieron las puertas del palacio real. El asunto Villacampa era cosa del
pasado y no motivaba a nadie. En un segundo intento, accede a recibirla
Sagasta, quien conviene con ella en que el enfermo debe ser trasladado a la
península; también Cánovas (influido por su esposa, según El País) le asegura que
no se opondrá a la medida humanitaria.
Pero, de vuelta a Melilla, pasa el tiempo y
nada se resuelve. Se dice, incluso, que las órdenes estaban dadas. Alguien, al
parecer, se cruzó en el camino y las buenas intenciones quedaron olvidadas.
¿Quién fue el que se cruzó?. Solo un órgano
de prensa se atrevió a sugerir un nombre. La Correspondencia Militar,
al poco de morir Villacampa, manifestaba, crítica y mordaz, que a los buenos
propósitos de algunos ministros al respecto “se
oponía, según dicen, el veto impuesto por el general que más pruebas ha dado
siempre de amor y culto a la disciplina: D. Arsenio Martínez Campos”.
Villacampa de Brigadier
Villacampa y Martínez
Campos
Desde que fue nombrado jefe del Tercio de la Guardia Civil de
Valencia, en 1871, Villacampa había puesto todo su empeño en la persecución y
liquidación de las partidas carlistas de la zona. Su acierto en la acción le
había supuesto el ascenso a brigadier por méritos de campaña y su designación
como Gobernador Militar de Castellón.
En julio de 1873 fue nombrado Capitán General
de Valencia D. Arsenio Martínez Campos. Poco después se encontraban en Torrente
la columna del Capitán General y la mandada por Villacampa. El encuentro tuvo
lugar coincidente con la formalización de la propuesta de militares distinguidos
en la campaña entre el 26 de julio y el 8 de agosto. En ella decía Martínez
Campos que el brigadier Villacampa había conseguido deshacer todo el movimiento
cantonal de la provincia de Castellón. Frase textual: “Es un oficial de buenos servicios y dotes de mando, digno de la
consideración del Gobierno.”
Veinte días más tarde el Capitán General
destituye a Villacampa “por no tener
condiciones ni dar resultados”. ¿Qué había ocurrido para un cambio tan
radical en la opinión del General y, sobre todo, en tan corto espacio de tiempo?.
El País, años más tarde, afirmaba vagamente que Martínez Campos pudiera haber
sondeado al brigadier sobre la posibilidad de contar con su apoyo en caso de
tener que aplicar un golpe de fuerza a favor de la monarquía exiliada, y el
segundo se había opuesto. No es descartable, y podría explicar perfectamente
que el Capitán General quisiera apartar a un posible opositor. Tampoco se me
ocurre otra explicación más razonable a la vista de cómo se desarrollaron los
hechos posteriormente.
La noticia de su destitución le llegó a
Villacampa cuando entraba en Castellón, de vuelta de una expedición a Vinaroz.
Con su habitual talante resolutivo, el brigadier, sin esperar la anunciada
llegada del vapor Levante, tomó una barca pescadora y se llegó hasta Valencia.
Allí envió un telegrama al Ministro de la Guerra quejándose de su caso y pidiendo la
apertura de una sumaria “en vindicación de
su honra militar”, tal como poco después informaba el diario local Las
Provincias. Esa misma noche se presentó en la casa del Capitán General, donde
Martínez Campos se hallaba reunido con el alcalde y demás autoridades republicanas;
entró directamente hasta el grupo de civiles y allí les ofreció sus servicios
personales, como soldado, “para empuñar
un fusil uniéndose a los voluntarios de la libertad”. Fácilmente puede uno imaginarse
el rostro atónito de Martínez Campos, ante la osada actitud, ciertamente
bastante descortés (aunque ya no estaba bajo sus órdenes), del brigadier.
Poco más tarde redactó un informe sobre su
actuación en la zona del Maestrazgo cuya lectura confirma que su destitución
estaba injustificada, informe que envió al Ministro de la Guerra del nuevo Gobierno
de Castelar, quien quedó plenamente convencido de la arbitrariedad del cese,
hasta el punto de que con fecha 23 de octubre siguiente era repuesto en el
cargo de Gobernador militar de Castellón. Un desaire para Martínez Campos que
debió apuntar en su agenda personal de cara a los trabajos preparatorios del posterior
golpe de Sagunto.
En esta época Villacampa no era aun el
extremista republicano en el que habría de convertirse más tarde. Poco después
de los hechos narrados, en una recepción oficial, Villacampa comentó a persona
de su confianza “que pronto debía
verificarse un cambio radical poniéndose al frente del Gobierno el Duque de la Torre y Martos y que
entonces estaríamos todos bien.” Alguien le oyó el comentario y lo puso en
conocimiento del Ministro de la Guerra Sánchez Bregua, quien mandó investigar el
asunto, sin que de ello saliera nada concreto.
Por cierto, que no se equivocó, pues el Duque
de la Torre
accedió al Gobierno transcurridos escasos días. Protegido el brigadier por la República, transcurrió
un año completo sin que nadie se atreviera a interponerse en su camino. Pero,
un poco antes del “saguntazo”, el General
Jovellar, General en Jefe de la zona, que estaba metido de lleno en la
conspiración, aunque todavía hoy haya algunos que lo dudan, con fecha 26 de
noviembre de 1874 le ordena a Villacampa que se traslade a Valencia “para recibir instrucciones, entregando el
mando el mando de la plaza de Morella (donde tenía establecido el Gobernador de
la provincia su sede) al Jefe que por ordenanza le corresponda.”. Martínez
Campos no se había olvidado de él.
El golpe del 29 de diciembre en Sagunto le
sorprendió sin haber cumplimentado la orden de Jovellar; pero para los
sublevados el asunto no tenía ya importancia, pues tenían preparado al
brigadier D. José de la
Zendeja, para asumir el mando de la Plaza de Morella y, lo más
importante, de la segunda brigada de la segunda División que llevaba anexo.
Curiosamente, Villacampa entregó el mando el
día 10 de enero y la disposición de cese se publicó el 20 del mismo mes, pues
había prisa por desactivar un potencial y peligroso adversario.
Desde este momento, y hasta su fracaso de 1886,
Villacampa hizo inquebrantable propósito de volver a recuperar para la Republica el lugar de
donde se la había desplazado por la fuerza.