martes, 2 de julio de 2013

LOS REKKAS UN INSÓLITO SERVICIO DE CORREOS



Publicado por: Francisco Saro Gandarillas en “El Periódico Melillense” en junio de 2007


Uno de los asuntos que más desconcertaban al Estado Mayor del cuerpo expedicionario en Melilla durante las operaciones militares de la guerra de Margallo era el hecho preocupante de que mazuzis y chikris, según confidencias recibidas en la plaza, parecían estar perfectamente al día de todo lo que se fraguaba, tanto en sede gubernamental como en la propia plaza, con respecto a movilización de tropas, traslados de unidades, contactos diplomáticos, y, lo más inquietante, futuras operaciones; es decir, todo aquello que un Estado Mayor no puede permitir que llegue a oídos del enemigo, aunque fuera un enemigo tan poco convencional como el que entonces tenían enfrente. Para ello se había establecido un rígido control de entradas y salidas al campo vecino, de forma tal que a los pocos confidentes que se atrevían a pasar la línea se les recibía antes de clarear el día o ya entrada la noche, pasando siempre a distancia de las tropas acampadas y evitando en lo posible cualquier contacto con periodistas o personas ajenas al ejército en campaña con el objeto de evitar cualquier tipo de indiscreción; por otra parte, para mayor seguridad, durante el día la costa era vigilada por alguno de los barcos de la Marina presentes en el conflicto.



Pero el caso era que los fronterizos estaban al cabo de todo, asunto de difícil explicación. Unos meses más tarde, ya terminada la campaña, pudo aclararse tan curiosa situación. Fue el doctor Ovilo, el médico militar que durante varios años tuvo a su cargo la dirección de la escuela de Medicina de Tánger, el que relató cómo pudo darse tan singular circunstancia.



Lo mismo que en Melilla, en Tánger, donde vivía una numerosa colonia española, se recibían diariamente los periódicos peninsulares con noticias provenientes de centros oficiales, así como las crónicas de los numerosos periodistas (en algún momento llegó a haber cerca de treinta) asentados en Melilla durante la campaña que, como pasaría años más tarde durante las campañas de Marruecos (Abdelkrim llegó a decir que estaba al cabo de o que se maquinaba en los estados mayores por la prensa), no mostraban el menor recato a la hora de contar lo que ocurría y lo que habría de ocurrir, no pocas veces simples bulos salidos a propósito de los salones del Casino Militar de la calle San Miguel. Los periódicos llegados a la capital diplomática de Marruecos eran leídos en un café del zoco tangerino por un grupo designado al efecto, grupo que resumía las noticias más interesantes y transcribía en un papel, papel que era entregado rápidamente a un peatón que, tras ocho horas de carrera, legaba hasta las cercanías de río Martín. Allí era recogido en un falucho de apariencia poco sospechosa que se hacía a la vela sobre la marcha, y si el tiempo era favorable, en poco tiempo varaba en Cala Charranes, donde otro peatón, a la carrera igualmente, lo llevaba hasta el Had de Beni Chicar. Así, en un tiempo razonable, similar al que tardaba la prensa en llegar a Melilla, los fronterizos estaban, como los melillenses, al cabo lo que se avecinaba.


Dibujo de un rekka, hombre del servicio de correos del Marruecos tradicional.

Esto nos introduce en el tradicional sistema de transmisión de información por medio de peatones que en Marruecos perduró hasta bien entrados los años veinte del siglo pasado; es decir hasta que la construcción de carreteras de sólido firme y los vehículos de motor acabaron con tan sorprendente, pero eficaz, sistema de correos. Este sistema de los rekkas o correos a pie, que se encargaban tanto de las relaciones postales habituales como de los mensajes urgentes surgió a partir de 1148, fecha en la que fue sellado el dahir que instituía ese sistema postal, Marruecos fue conocido por sus rekkas que recorrían grandes distancias a través del Imperio en tiempos muy cortos.



Ya el diplomático Pidou de Saint Olon (Estat present de l’empire du Maroc.1694), en la corte de Muley Ismail en 1693, mencionaba la diligencia y el poco coste de tal servicio, ejecutado por hombres (los rekkas) y caballos “endurecidos ante la fatiga”, pese a que, decía el diplomático, se alimentaban con muy poco, en las mismas condiciones en que se mantendrían durante más de dos siglos.



Un siglo más tarde, se hace el mismo servicio pero sin caballos, exclusivamente a pie. Así los veía el cirujano Lemprière (A tour from Gibraltar…1792), en 1790, cuando desembarcaba en Marruecos para atender a un hijo del Sultán gravemente enfermo de la vista. Llamaba su atención su aspecto miserable y, sin embargo, su extraordinario valor ante las dificultades de su oficio, capaces de llevar cartas de particulares y despachos oficiales a 300 o 400 millas de distancia, a razón de 30 o 40 millas al día, sin más alimento que un poco de pan y unos higos, alimento que, por su simplicidad y escaso peso seguiría siendo el básico en tiempos posteriores. Según el médico inglés el servicio se hacía con una gran exactitud, franqueando ásperas montañas y siguiendo senderos por lo que no podría pasar un caballo. Ponía como ejemplo el de un rekka que hacía el trayecto de Marrakech a Tánger (entonces estimado en unos 650 kilómetros) en seis días; es decir, más de 100 kilómetros diarios. Como veremos, aún los habría más veloces años más tarde.



Organización del servicio

Hasta que en 1870 España organizara un servicio de rekkas permanente, en Marruecos no había ni fechas ni horarios fijados. Había rekkas en todas las principales ciudades del imperio que, en tanto no se le encargara un envío determinado, se dedicaban a cualquier otra actividad, pero siempre disponibles para emprender el camino para cualquier lugar, por distante que fuera. Las cartas no iban cerradas, ni quiera con las clásicas obleas utilizadas en otras partes del mundo, pero como todas los rekkas eran analfabetos nadie temía que se enteraran de su contenido; se liaban con una cuerda o hilo de lana y se portaban en una cartera de cuero que el rekka llevaba colgada de su costado.



Todo el servicio se basaba fundamentalmente en la confianza y, al parecer, esta estaba garantizada en cuanto a seguridad y discreción.



Formaban una corporación independiente, bajo las órdenes y supervisión de un amin rekkas, en Fez, del que el caústico Ludovic de Campou (Un empire qui croule. 1886) decía, con sorna malévola, que desempeñaba el papel de ministro de Comunicaciones, aunque en aquellos años, cuando no había trabajo postal, se ganaba la vida como mozo de cuerda. El amin, un antiguo rekka, se hacía responsable de la exactitud en el servicio y de tener siempre a mano el suficiente número de rekkas para cubrir cualquier necesidad.



Ni que decir tiene que en esta época no había en Marruecos ni servicios de diligencias ni telégrafo alguno, aunque ya se pensaba en establecer un cable entre Tánger y Gibraltar.



Edmundo de Amicis, con su enternecedor entusiasmo por las cosas de Marruecos, por donde deambulaba en 1877, hacía esta descripción: “… y no hay vida más miserable que la que arrastran los correos. No comen por el camino más que un pedazo de pan y algún higo; solo se detienen algunas horas de noche para dormir, con el pie sujeto a una cuerda, a la cual prenden fuego antes de adormecerse, para despertar pronto; caminan días enteros sin encontrar un árbol, ni una gota de agua; atraviesen bosques infestados de jabalíes, suben montañas inaccesibles a los mulos, suben las pendientes a cuatro pies, sufriendo el sol de agosto, las lluvias interminables del otoño, el viento abrasador del desierto, yendo de Tánger a Fez en cuatro días, en una semana de Tánger a Marruecos (como se llamaba a Marrakech entonces), de un extremo a otro del Imperio, solos, descalzos, medio desnudos, y cuando llegan… vuelven a marchar. ¡Y hacen todo este viaje por pocas pesetas!.

Un correo a pi e-Morocco its people and places-Edmondo De Amicis 1882.



Durante el tiempo en que el capitán Erckmann (Le Maroc moderne. 1885) prestaba sus servicios como jefe de la artillería del sultán, entre los años 1878 y 1883, un rekka percibía 20 francos por una carrera de 250 kilómetros a cumplir en un plazo de tres días. No era tan poco dinero para los jornales habituales en el imperio, aunque no era mucho si consideramos el sacrificio que suponía.


Según el propio Erckmann la alimentación, en un viaje de ida y vuelta, le costaba menos de 30 onzas (Una onza = una ukía = 6 piezas de 16 flus de cobre). No hay que olvidar que solamente cobraba por carrera efectuada, y podía pasar mucho tiempo entre carrera y carrera.



En 1870 se creó el primer servicio postal permanente, a cargo de rekkas, bajo instancia de la Legación de España en Tánger, correos que prestaban sus servicios entre esta ciudad y los principales puertos de la costa atlántica.



Según el citado capitán Erckmann, no inspiraba ninguna confianza porque los empleados de los consulados “abrían las cartas sin la menor vergüenza”.


En tiempos de Muley Hassan, cuando la diplomacia europea presionaba en Marruecos, se estableció un correo semanal fijo entre la capital diplomática –Tánger– y la sede imperial –Fez-, quizá como resultado de a insistencia del indispensable Sir John Drummond-Hay ante el sultán, al que recomendaba reformas en el país, reformas que se hacían esperar eternamente. Los rekkas se reunían diariamente con el gran visir Jamaï quien, cuando debían desempeñar un servicio, les daba las indicaciones indispensables para que no se equivocaran de destinatario, con el riesgo de un enojoso apuro diplomático.



Un servicio seguro, pero sobre todo rápido

El citado Campou contaba un caso que necesita una gran dosis de fe para creerlo. Un rekka que, en un momento de complicaciones diplomáticas, había partido de Tánger un viernes al mediodía y estaba de vuelta de Fez el lunes siguiente a la misma hora. Alrededor de 400 kilómetros en tres días; es decir, casi 140 kilómetros diarios. Budgett Meakin, el que fuera director del primer periódico de Tánger, The Times of Marocco, se negaba a creerlo, aunque Campou terminaba su aserto diciendo que el sacrificado rekka, con el que había hablado personalmente, había estado 36 horas durmiendo y tras despertar se tomó, en el transcurso de dos horas, cinco platos de cuscús y 20 tazas de té.


La mayoría de los que se refieren a estos duros corredores dan como buena una velocidad de 50 a 60 kilómetros diarios, que en ocasiones mantenían durante diez o quince días seguidos, lo que, aunque muy meritorio, entra dentro de lo admisible.


El inglés Montbard (Among the moors, 1894), en Marruecos en 1889, hace esta sensiblera descripción: “Es un rekka, un correo que lleva la correspondencia de Tánger a Fez. Y se mantendrá en ruta a esta velocidad durante horas seguidas sin apenas tomarse tiempo para comer o descansar, continuando a través de montañas, lanuras, valles, a su paso rápido e invariable. Cruzará a nado ríos crecidos, luchando contra la terrible corriente y os traidores remolinos; su piel será bronceada por el sol, os vientos helados, la lluvia diluvial, y aún su talón calloso recorrerá el terreno a su paso infatigable e inalterable, y el sudor que cae de sus miembros será absorbido por la reseca tierra.


Y una mañana ninguna carta llegará a Fez en el tiempo esperado; aguardarán en vano al transportista, y pesarán sobre el miserable infeliz terribles acusaciones. Después, en un día lejano, en una cuneta a la orilla del camino, encontrarán, cerca de un esqueleto, una cartera de hule conteniendo cartas, y entonces dejarán de acusar al desgraciado rekka, que ha perecido en un apartado rincón como un pobre y enfermo animal que se guarece en una grieta de la roca al sentir que la muerte se acerca, con el fin de dar el último suspiro en paz. ¡Pobre rekka!.”



No solo a Montabard se le encogía el corazón viendo a estos auténticos “esforzados de la ruta“, recogiendo una frase ya tópica en algún deporte popular; todos aquellos que poco o mucho vivieron las vicisitudes de esta gente se sintieron conmovidos por su durísimo trabajo.


Según el doctor Ovilo, la legación de España tuvo rekkas a su servicio que hacían el trayecto de Marrakech a Mazagán, unos 190 kilómetros, en 32 horas, lo que supone una velocidad no muy inferior a la del rekka de Campou, lo que añade un dato a favor del relato del francés, si bien es verdad que el primero es un terreno más bien llano, menos complicado que el de Tánger a Fez.



Según el capitán Frisch (Le Maroc, 1895), un buen sistema para soportar la dureza de la marcha era hacer 120 inspiraciones cuando se sintieran cansados y seguir con el mismo ritmo. En aquella época, según el capitán galo, era un oficio muy demandado, uno de los mejores, pues podía llegarse a ganar 40 francos al mes de media, lo que ganaba aproximadamente un caid el mía (capitán) del ejército imperial; de sueldo oficial, se entiende, porque a sus haberes se sumaban con frecuencia “ingresos extraordinarios no presupuestarios”, por decirlo suavemente.

Trayectos que realizaban los rekkas en marruecos en 1905 (Bulletin du comité de L’Afrique francaise).


El ceutí Antonio Ramos (Perlas negras, 1903) conoció algunos rekkas de “performances” envidiables. Mohammed Felnasi hacía el servicio de posta inglesa entre Fez y Tánger, en 52 horas; el Aiachi, el de Tánger a Ceuta, unos 55 kilómetros, en cinco horas, y uno de sus sirvientes, que no era “profesional”, hacía el trayecto entre Ceuta y Tetuán, unos 40 kilómetros, en tres horas y media.


Como era de esperar, el servicio de correos con base en la diligencia y rapidez de los rekkas, tenía los días contados, pues con el paso del tiempo, tras la impetuosa entrada de los franceses en Marruecos a partir de 1906, los rekkas iban pasando al paro a medida que los ingenieros militares iban abriendo carreteras y creando centros postales por toda la geografía, y algunas compañías marítimas establecían líneas con carácter periódico. Todavía a finales de los años veinte los últimos rekkas prestaban sus seculares servicios subiendo a los poblados enriscados en las montañas de Marruecos. Pero era solo cuestión de días. El último de los rekkas se hizo acreedor a un especial homenaje, como representante de un oficio para el que solo hubo buenas palabras y el reconocimiento de todos, incluso de los que, en el decir de algunos, no llegaron a entender al país magrebí durante el paso por sus tierras.